«La Democracia no la trajo el rey, se ganó en la calle». Sauquillo, Sartorius, Duval y Fonseca presentaron ayer la revista de eldiario.es sobre la Transición. Hace 50 años, el 18 de noviembre de 1976, las Cortes de Franco se hicieron el harakiri y volaron legalmente la Dictadura al aprobar la Ley para la Reforma Política. La presión del pueblo (trabajadores, estudiantes, vecinos, profesionales, militares demócratas y hasta curas antifranquistas), con huelgas y manifestaciones, conquistó la Democracia en la calle. No fue una Transición pacífica. El miedo de ambos bandos (por su desconocimiento de la fuerza real del contrario) hizo posible la Constitución del 78. El miedo a otra guerra civil nos hizo demócratas. Mi hijo Erik y yo lo contamos en “Franco para jóvenes” (Ed. Catarata) y en mis memorias “La prensa libre no fue un regalo” (Ed. Marcial Pons).
En la revista de eldiaro.es dedicada a la Transición de hace 50 años publico yo mi artículo «Periodismo: de la censura a la libertad» que copio y pego a continuación.

Periodismo: de la censura a la libertad
José A. Martínez Soler
La primera vez que me atreví a poner la palabra huelga en un titular de Cambio 16, del que yo era director ejecutivo, me temblaba el pulso. “Huelga en la Perkins”, nada menos. En marzo de 1972, el dictador Francisco Franco estaba en plena forma. La huelga fue prohibida por él cuando ganó la guerra civil con la ayuda imprescindible de Hitler y Mussolini. Desde entonces, era un delito y una palabra tabú. Nadie había osado escribir sobre ella. Mi titular no pasó la censura previa. El censor del franquismo, Alejandro Fernández Sordo, me amenazó con enviar a la policía para secuestrar toda la tirada en la imprenta si no cambiaba “Huelga en la Perkins” por paro técnico o suspensión temporal de la producción. No sin dolor y coste económico al tener que cambiar el pliego, cumplimos su orden.
Tres años más tarde, muerto el dictador, el mismo Fernández Sordo fue nombrado ministro de Sindicatos y ésta fue su primera declaración a toda página en el diario Pueblo: “A partir de ahora, a la huelga la llamaremos huelga”. Imposible evitar una sonrisa. A paso de tortuga, y no sin incurrir en riesgos políticos y económicos, íbamos conquistando la libertad de expresión palabra a palabra.
Escribir Democracia tampoco era del gusto de la censura franquista. Por eso, optamos por utilizar la palabra Europa, quizás de manera abusiva, como sinónimo de Democracia. Queríamos europeizar España. Las páginas y portadas de nuestro semanario se llenaron de titulares con la palabra Europa: Europa, patria querida; Europa, sí. Japón, también; Adiós, Europa, adiós; El juego de Europa; Qué no, que este país no cabe; Europa se aleja… Fue una buena coartada. Sorteamos varias veces la censura, aunque no siempre.
El 9 de octubre de 1972, en nuestro primer aniversario, sufrimos otro sobresalto inesperado. Obtuve una exclusiva por pura casualidad. La Agencia EFE envió una nota a sus abonados anulando la noticia sobre el viaje de los príncipes a Alemania. Llamé al corresponsal Michael Vermehren y le pregunté por esa visita. Me dijo: “Ha gustado mucho la entrevista que le hice al Príncipe sobre España en Europa”. Le pedí que, por favor, me tradujera las palabras del príncipe y fui directo a su casa. Me quedé de una pieza:
Televisión alemana:
-¿Desea Vuestra Alteza Real que España entre en la Comunidad Económica Europea…?
Juan Carlos de Borbón:
–Sí. Lo deseo. Porque creo que conviene a España y a Europa.
Europa nos había dado con la puerta en las narices cada vez que Franco pedía negociar algo. Ahora, parecerá una minucia, pero entonces consideré esa entrevista como una bomba periodística de primera magnitud. En portada, sobre la caricatura de don Juan Carlos, saliendo de su cabeza, colocamos este gran titular con un cuerpo gigante:
“EUROPA, SÍ”
En cuanto el Ministerio de Información recibió los diez ejemplares para censura previa con mi firma en sus portadas, recibí la llamada furiosa del director general de Prensa. Me llamó de todo. Poner “Europa, sí” en boca del Príncipe era mentar la cuerda en casa del ahorcado. Me anunció que la Policía iría a la imprenta para secuestrar toda la tirada. En ese momento, yo sufría más por perder la exclusiva que por el futuro democrático de España. Le repliqué diciendo: “Usted sabrá lo que hace, pero no creo que el Príncipe haya hecho estas declaraciones sin consultar con nadie. Además, cuando Juan Carlos sea jefe del Estado ¿cómo va explicarle usted al Rey que prohibió su entrevista?”
Al cabo de unas horas, recibí la llamada de Fernández Sordo. Me dijo que se había esforzado mucho personalmente para conseguir que Cambio 16 llegara a los quioscos sin que nos pasara nada malo. Pronto, la prensa se hizo eco de lo que llamaron “la pregunta” al Príncipe y el “Sí, lo deseo” se transformó en un “Sí, quiero”.
Dicen que el poder auténtico es el arbitrario, el que no está sometido a límites por otros poderes. Ese era el caso de la Dictadura. Franco concentraba en su mano todos los poderes del Estado y los ejercía, sin límites, según su conveniencia. Solo se publicaba lo que era de su gusto. Por eso, era tan difícil saber cuando apretaba o aflojaba la acción del Ejecutivo, Legislativo o Judicial, controlados totalmente por el dictador y sus delegados. Ante la falta clara de reglas, escribíamos y publicábamos con el mismo riesgo de perder en el juego de las siete y media: o te pasas o no llegas. Si no llegas, los lectores no sabrán de los conflictos laborales o estudiantiles ni, por ejemplo, de las torturas en los sótanos de la Dirección General de Seguridad (DGS), hoy sede de la Comunidad de Madrid. Pero, si te pasas, (¡ay!) si te pasas es peor ya que pones en peligro tu publicación y puedes acabar ante el Tribunal de Orden Público o sufrir interrogatorios en la DGS. Allí tuve que acudir tres veces. Como invitado, me dijeron.
Franco aflojó un poco la presión sobre el cuello de los periodistas al aprobar la Ley de Prensa de 1966, promovida por su ministro Manuel Fraga Iribarne. Sustituyó a la de Ramón Serrano Suñer de 1938 según la cual el periodista era “… apóstol del pensamiento y de la fe de la nación recobrada a sus destinos (…) digno trabajador al servicio de España”.
Por el articulo 1 de la Ley Fraga se establecía el derecho a la libertad de prensa. Por el artículo 2 se limitaba arbitrariamente ese derecho de tal manera que desaparecía casi por completo. Sin embargo, aportó un cambio que resultó atractivo para las nuevas generaciones de periodistas. Desapareció la censura previa obligatoria y se convirtió en censura voluntaria. El dueño de una publicación podría publicar lo que quisiera sin someterse a la censura previa voluntaria, pero se arriesgaba a sufrir las consecuencias de su eventual temeridad.
El diario o la revista que se publicaba sin pasar por la censura previa se exponía al secuestro policial de la tirada, a la persecución judicial del autor y el director e, incluso, al cierre definitivo del medio de comunicación que no fuera del gusto de la Dictadura. Ese fue el caso, entre otros, del Diario Nivel, del que yo fui redactor, que nació el 31 de diciembre de 1969 y murió a manos de la Policía el mismo día de su nacimiento. Fue autorizado por Fraga Iribarne y borrado de un plumazo del registro oficial de prensa por orden de su sucesor, el ministro del Opus Dei Alfredo Sánchez Bella.
Al año siguiente, en 1971, el Gobierno decretó el cierre del diario Madrid. Había evolucionado desde sus posiciones netamente franquistas tras la guerra civil a otras algo más independientes del Régimen. Ese aperturismo le costó la vida. Poco después asistimos a la voladura espectacular del edificio del diario Madrid, una imagen inolvidable y aterradora para quienes luchábamos entonces desde abajo por conquistar la libertad de prensa.
En Cambio 16, nacido el mismo año del cierre del diario Madrid, tomamos nota y decidimos someter nuestro semanario a la censura previa. También optamos por incluir en el pliego central (fácil de arrancar) los temas que pudieran no gustar a la censura. Nuestro semanario sufrió muchos secuestros policiales mientras yo negociaba con el censor el cambio de pliego para poder obtener el permiso de distribución de los ejemplares. Lo mismo nos ocurrió cuando, en 1974, fundamos el semanario Doblón dedicado a denunciar, sutil y prudentemente, la corrupción generalizada del franquismo. Sin libertad de prensa, todo era corrupción en la Dictadura. Nuestra portada de “Sofico desahuciado” (con varios generales en su Consejo) nos convirtió pronto en una revista independiente de referencia y… rentable.
Como director fundador de Doblón, desde 1974 hasta que, en 1976, me fui huyendo a Estados Unidos, fui procesado docenas de veces por presuntos de delitos de prensa por tribunales ordinarios y el de Orden Público (de los que fui amnistiado tras la muerte del dictador) y uno de sedición e injurias al Ejército por un tribunal militar no amnistiable por mi artículo sobre cambios en la Guardia Civil. Ser el primer hispanohablante galardonado por la Fundación Nieman de Periodismo de la Universidad de Harvard me libró de comparecer ante el Consejo de guerra correspondiente. Con el telegrama del presidente de Harvard en la mano, pedí a José Vega, capitán general de Madrid, que me permitiera salir de España con mi compromiso de comparecer ante el tribunal militar en cuanto me llamaran. El moderado capitán general Vega había sido sustituido por el franquista general Ángel Campano como director general de la Guardia Civil en el último Consejo de ministros presidido por Franco antes de morir. Vega contribuyó a que mi presunto delito contra el Ejército fuera sobreseído.
En febrero de 1976, publiqué en Doblón varios casos de traslados y ceses de altos mandos de la Guardia Civil de Vega y su sustitución por fieles a Campano. Aquello apuntaba a una purga en toda regla para controlar a los 70.000 hombres armados y permanentemente movilizados de la Benemérita. En pleno ruido de sables, quien controla a la Guardia Civil (que ya no era una piña) controla España. Frenamos la purga, pero a mí me secuestró un comando armando con metralletas al salir de mi casa. Los guardias civiles de Campano me torturaron durante un interrogatorio de diez horas en la sierra de Guadarrama. Al final, me sometieron a un fusilamiento simulado, con una pistola a dos palmos de mi frente, para que les dijera quien me había filtrado los datos de la purga que publiqué. Pensé que iba a morir. Querían que acusara al general Sáenz de Santa María, el número 2 de Campano heredado del general Vega. Mis fuentes anónimas me habían dado por teléfono los datos del boletín oficial donde pude comprobar los cambios. No sabía qué decir.
Al final, a la de tres, me dispararon, escuché un chasquido, pero no hubo bala. Me obligaron a firmar un documento oficial contra el general Sáenz de Santa María fechado en Guadalajara, el 4 de marzo de 1976, y, casi al anochecer, me liberaron en lo alto de la sierra. Al salir del hospital, esa misma noche del 2 de marzo, denuncié ante el juzgado de Guardia que me habían obligado a firmar un documento, fechado en Guadalajara dos días después, sin recordar su contenido. Jamás mencioné a la Guardia Civil de Campano, como autora de mi secuestro, hasta que pasaron treinta años y sus delitos habían prescrito. Aquello ocurrió. Y puede volver a ocurrir. Opté por perdonar, pero no olvidar. Desde luego, el miedo que pasé, a los tres meses de la muerte del dictador, nunca lo he olvidado. Tampoco, que la libertad de prensa (una conquista y no un regalo) es como el oxígeno. La valoras más cuando te falta.
José A. Martínez Soler es autor de “La prensa libre no fue un regalo” (Ed. Marcial Pons)






