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Van cien años que mi hermano Francisco no trabaja…

Don Francisco Giner de los Ríos
Don Francisco Giner de los Ríos

Van cien años (menos tres dias) que mi hermano Francisco no trabaja. El 20 de febrero de 1915 murió Giner de los Rios, el gran maestro que trató de sacar a los jóvenes del humo de los billares para llevarlos al aire puro del Guadarrama. Como escribió Machado, Francisco Giner de los Ríos, creador de la Institución Libre de Enseñanza, soñó «con nuevo florecer de España». Sus ideales siguen tan vigentes… Nos lo recuerda el profesor Francisco J. Laporta, en un artículo magistral y emocionante, que ha publicado hoy en El Pais, cuya lectura recomiendo vivamente.

Como otro homenaje al maestro, también recomiendo la lectura de este cariñoso y admirable poema que Machado dedicó al «hermano Francisco»:

A Don Francisco Giner De Los Ríos

Como se fue el maestro,
la luz de esta mañana
me dijo: Van tres días
que mi hermano Francisco no trabaja.
¿Murió?… Sólo sabemos
que se nos fue por una senda clara,
diciéndonos: Hacedme
un duelo de labores y esperanzas.
Sed buenos y no más, sed lo que he sido
entre vosotros: alma.
Vivid, la vida sigue,
los muertos mueren y las sombras pasan;
lleva quien deja y vive el que ha vivido.
¡Yunques, sonad; enmudeced, campanas!

Y hacia otra luz más pura
partió el hermano de la luz del alba,
del sol de los talleres,
el viejo alegre de la vida santa.
…¡Oh, sí!, llevad, amigos,
su cuerpo a la montaña,
a los azules montes
del ancho Guadarrama.
Allí hay barrancos hondos
de pinos verdes donde el viento canta.
Su corazón repose
bajo una encina casta,
en tierra de tomillos, donde juegan
mariposas doradas…

Allí el maestro un día
soñaba un nuevo florecer de España.»

El maestro de la educación interior

Francisco Giner de los Ríos dedicó su alma a convencer a los españoles de que podían ser un pueblo adulto, dueño de sí mismo. Para la Institución Libre de Enseñanza, la vida debía ser vista como una obra de arte

 Es muy difícil acostumbrarse a carecer del calor de aquella llama viva”. Así escribía José Castillejo, alma de la Junta para Ampliación de Estudios, el 20 de febrero de 1915 tras haber acompañado al cementerio civil de Madrid los restos de don Francisco Giner de los Ríos en un sudario blanco y rodeados de romero, cantueso y mejorana del Pardo, sus pequeñas amigas del monte. Una consternación profunda se apoderó de todos. De los de siempre (Azcárate, Cossio, Rubio, Jiménez Frau), pero también de los grandes del 98, como Azorín, Unamuno o Machado, y de los jóvenes europeístas del 14, como Ortega, Azaña o Fernando de los Ríos. Unas violetas de Emilia Pardo Bazán, y quizás unas flores traídas por Juan Ramón acompañaban también, junto al pesar de los poetas nuevos, a la sencilla comitiva.

Todos quedaron como suspendidos en una honda sensación de orfandad. Por esperada que fuera, la muerte de Giner dejó a la cultura española sin aliento, sin calor, sin luz. Aquel hombre incomparable había sido su más importante referencia moral durante medio siglo. Y la más decisiva incitación educativa de la España contemporánea. Con un sereno gesto histórico, con pasión pero con paciencia, sin ceremonias ni grandilocuencias vacías, que tanto despreciaba, había dicho suavemente su gran verdad a todos los maestros hambrientos y desasistidos de España: que el oficio de educar era la más importante empresa nacional. Una lección que aún nos sigue repitiendo desde entonces y que tenemos que aprender de nuevo una y otra vez.

En su pequeña escuela de la calle del Obelisco, la Institución Libre de Enseñanza, fundada en 1876, había tomado sobre sí la tarea de enseñar a los españoles a ser dueños de sí mismos. Para ello tuvo que luchar denodadamente contra la resistencia sorda y rencorosa de las viejas rutinas hispanas. Lo hizo durante toda su vida, con un sentido profundo de su deber civil y una resolución inquebrantable. Y con un gran respeto por todos. Tenía una viva conciencia de que la Institución era observada y cuestionada, y que no iba a permitírsele el más mínimo error, pero tenía también palabras de gratitud para quienes la hostigaban y perseguían porque también eso era estímulo para el cuidado y la mejora.

Enseñó que la integridad moral es el señorío sobre sí mismo que surge de convicciones profundas

Giner de los Ríos había nacido en Ronda en 1839 y recaló en Madrid a hacer sus estudios del doctorado en la década de los sesenta. Allí encontró a sus maestros Julián Sanz del Río y Fernando de Castro, a cuyo lado reposa todavía hoy. La filosofía krausista que estos habían introducido en la Universidad española fue el prisma por el que miró la realidad española. En ella aprendió la tolerancia religiosa, el culto a la razón y a la ciencia, la integridad moral y el liberalismo político genuino (no el meramente exterior y postizo). Pero con estos pertrechos no se encajaba bien en la Universidad de la época, vigilada hasta la asfixia por el dogmatismo intransigente de los católicos. Esa manía tan nuestra de exigir juramentos a los profesores, sobre esta o aquella constitución, le llevó dos veces a ser expulsado de su cátedra. Simplemente pensaba que no debía hacerlo y no estaba dispuesto a hacer componendas con su propia conciencia. Al no ceder, puso en pie en España junto a sus maestros la primera piedra de esa libertad de cátedra que hemos tardado cien años más en poder disfrutar.

Giner experimentó una profunda decepción ante la conducta política de la juventud liberal durante el sexenio revolucionario (1868-1873). Sus palabras, que también nos hieren hoy, son el mejor comentario: “¿Qué hicieron los hombres nuevos? ¿Qué ha hecho la juventud? ¡Qué ha hecho! Respondan por nosotros el desencanto del espíritu público, el indiferente apartamiento de todas las clases, la sorda desesperación de todos los oprimidos, la hostilidad creciente de todos los instintos generosos. Ha afirmado principios en la legislación y violado esos principios en la práctica; ha proclamado la libertad y ejercido la tiranía; ha consignado la igualdad y erigido en ley universal el privilegio; ha pedido lealtad y vive en el perjurio; ha abominado de todas las vetustas iniquidades y sólo de ellas se alimenta”.

Para quien sepa leer, poco hay que añadir. Desalentado, expulsado de nuevo de la Universidad por negarse a jurar nada ni aceptar textos oficiales, se perfila en su ánimo la convicción de que sólo la educación “interior” de los pueblos (como él la llama) es eficaz para promover las reformas y los cambios que la sociedad necesita, aunque nunca parece querer. Ni medidas políticas, ni pronunciamientos, ni revoluciones. Oigámosle otra vez algunos años después, tras el desastre del 98: “En los días críticos en que se acentúan el tedio, la vergüenza, el remordimiento de esta vida actual de las clases directoras, es más cómodo para muchos pedir alborotados a gritos ‘una revolución’, ‘un gobierno’, ‘un hombre’, cualquier cosa, que dar en voz baja el alma entera para contribuir a crear lo único que nos hace falta: un pueblo adulto”.

Tuvo que luchar contra la resistencia sorda y rencorosa de las viejas rutinas hispanas

Un pueblo adulto, dueño de sí mismo. Por eso entregó Giner en voz baja su alma entera. Y la expresión más cabal de esa entrega fue la Institución Libre de Enseñanza. Con ella se vino a saber entre nosotros que la implantación memorística de textos y letanías no era educar, sino a lo sumo instruir, y de mala manera. Que para aprender era necesario pensar ante las cosas mismas, activamente, tratando de descifrar su disposición y su razón de ser. Se supo también que la integridad moral no tenía nada que ver con reglamentos externos, y premios y castigos; era más bien una suerte de señorío sobre sí mismo que surgía de convicciones profundas.

Que la catequesis religiosa debería desaparecer de la escuela, pues no hacía sino adelantar las diferencias que dividen a los seres humanos, ignorando la raíz común de humanidad que los une a todos. Que una creencia religiosa impuesta coactivamente traiciona la propia religión y profana las mentes vulnerables de los niños. Que las conquistas de la ciencia expresan el camino del ser humano hacia la verdad, la única verdad que hay que respetar por encima de tradiciones, prejuicios y supersticiones. Que estudiar para examinarse una y otra vez es necio y dañino, pues mina la salud sin descubrir al niño el goce del estudio y el descubrimiento. O que las niñas (estamos en 1876, no se olvide) deben educarse no sólo como los niños, sino con los niños, porque establecer una división artificial en la escuela no sólo es una discriminación errónea, sino una solemne estupidez. Y tantas otras cosas.

Para Giner de los Ríos había que transmitir en la educación la idea de que la propia vida ha de ser vista como una obra de arte, como la realización libre y capaz de las ideas que cada uno se forja en el espíritu, la plasmación de un proyecto personal. En eso consistía ser dueño de uno mismo. Y a eso se entregó en la Institución Libre de Enseñanza. Desde ahí irradió a todo el país con una brillantez y una profundidad que todavía hoy nos causan asombro y apenas hemos sido capaces de asumir. Esas entre otras son las razones que hoy, cien años después, nos llevan con unas flores al cementerio civil.

Francisco J. Laporta es catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid.

Gracias, profesor Laporta, por este articulo precioso de homenaje al maestro.

Francisco Giner de los Rios en El Pardo (1910)
Francisco Giner de los Rios en El Pardo (1910)

Mi primer recuerdo adolescente de la obra de Giner de los Rios me vino gracias a mi paisano don Nicolas Salmerón, presidente de la I República, a quien mi padre citaba con devoción. En un viaje a Madrid, camino de Soria, mi padre me llevó al cementerio civil. Visitamos las tumbas de Nicolas Salmerón, de Pablo Iglesias y de Francisco Giner de los Rios.   Mi segundo y más profundo recuerdo procede de las lecciones del profesor Juan Marichal en la Universidad de Harvad (1976-77). 

Tras la muerte de Franco, Juan Marichal regresó a España, visitamos la casa de Salmerón en Alhama de Almería y fue nombrado director del BILE (Boletín de la Institución Libre de Enseñanza). A propuesta suya, desde entonces tengo el honor de ser miembro del Consejo de Redacción del BILE, una revista en cuyo primer número (7 de marzo de 1877) apareció un articulo magistral de mi admirado paisano don NIcolas Salmerón. 

«Lleva quien deja y vive el que ha vivido»,  dice Machado de don Francisco Giner de los Ríos. Por eso, el «hermano Francisco» sigue tan vivo dentro de nosotros…

 

No matarían ni una mosca… ¿en Cataluña?

Acabo de leer, no sin dolor, un libro que me ha puesto los pelos de punta y que recomiendo vivamente sobre todo a mis amigos catalanes y no catalanes: No matarían ni una mosca. Criminales de guerra en el banquillo” de Slavenka Drakulic.

Portada del libro "No matarían ni una mosca"
Portada del libro «No matarían ni una mosca»

Durante su lectura, mi cerebro ha sido un hervidero de estampas terroríficas de las matanzas en la antigua Yugoslavia (1991-95) y de una pesadilla atroz sobre el futuro de los jóvenes envenenados por el nacionalismo excluyente en Cataluña. No, no estoy loco…

Como director del telediario de TVE, me tocó entonces recibir y seleccionar imágenes horribles de los crímenes más inimaginables cometidos entre vecinos (antes amigos) de la civilizada Sarajevo, ciudad tan olímpica como Barcelona. (El gobierno bosnio calculó, por ejemplo, más de 60.000 mujeres violadas).

Entre el 13 y el 19 de julio de 1995, los asesinatos masivos de casi 8.000 civiles (hombres, mujeres, ancianos y niños) en Srebrenica, ciudad presuntamente protegida por cascos azules de la ONU, elevó el listón de la crueldad nacionalista y de la limpieza ética a niveles inéditos en Europa desde los crímenes de la Alemania de Hitler y la Unión Soviética de Stalin.

La guerra de Bosnia, Serbia y Croacia concluyó en el otoño-invierno de 1995, tras los Acuerdos de Dayton (Ohio, EE.UU.) dejando más de 200.000 muertos y dos millones de desplazados. Como corresponsal de TVE en Estados Unidos en aquel tiempo, envié docenas de crónicas sobre las negociaciones de paz en la base aérea de Dayton, con los aviones de los tres belicosos líderes como telón de fondo y las manifestaciones permanentes de feroces inmigrantes de las tres naciones emergentes en la puerta de la base, vigilados por la policía norteamericana.

¿Cómo pudo pasar aquello hace apenas 19 años? Y, lo que es peor, ¿puede volver a repetirse en cualquier tiempo y lugar por gente normal y corriente, como nosotros, y no por monstruos?

Si la pregunta es inquietante, lo es más aún la respuesta que la autora pone, al comienzo del libro, en boca de la gran Hannah Arendt (“Ensayos de comprensión, 1930-1954”), que zarandeó a medio mundo con su teoría sobre “la banalidad del mal”, tras cubrir el juicio del criminal nazi Eichmann:

“Cuando su trabajo le lleva a asesinar a alguien, no se considera un asesino, ya que no lo hace por inclinación personal, sino a título profesional. Por pura pasión, él no mataría ni una mosca”.

Como el herpes, el nacionalismo es para toda la vida, lo llevamos todos dentro, en mayor o menor medida, y nos ataca cuando nuestro organismo está más débil. En su introducción, Slavenska Drakulic se plantea preguntas muy pertinentes y que no debemos olvidar al enfrentarnos al virus de cualquier nacionalismo excluyente:

“Es posible que la guerra se colara en nuestras vidas, lenta y furtivamente, como un ladrón?

¿Por qué no la vimos venir?

¿Por qué no hicimos algo para evitarla?

¿Por qué fuimos tan arrogantes como para pensar que algo así no podía pasarnos a nosotros?

¿Éramos realmente prisioneros de un cuento de hadas?”

La lectura de este reportaje sobre los criminales de guerra ante el Tribunal de La Haya te desasosiega, te quita el aliento. La autora es croata, hace autocrítica y su vida es la vida de muchos otros compatriotas, normales y corrientes, de la antigua “feliz” Yugoslavia que se vieron arrastrados y/o atraídos a huir, a no querer saber o a cometer los actos más crueles.

Además, está muy bien escrito. Me recordaba, en ocasiones, a la gran obra “Si esto es un hombre” en la que Primo Levi nos describe la vida en un campo de concentración nazi como si nada, con la asepsia desesperante de un químico.

Carme Chacón, el tte. general Casinello y un servidor en la ADVT (Asociación para la Defensa de los Valores de la Transición)
Carme Chacón, el tte. general Andrés Casinello y un servidor, ayer, 11 de febrero de 2015, en la ADVT (Asociación para la Defensa de los Valores de la Transición).

Compartiendo mesa y mantel con Carme Chacón y con viejos roqueros de la ADVT (Asociación para la Defensa de los Valores de la Transición), ayer mismo, la socialista catalana y ex ministra de Defensa nos recordó el titulo, tan actual y oportuno, de Chaves Nogales: “¿Qué pasa en Cataluña?”.

No hace tanto tiempo, en la cena de Navidad de hace un par de meses, hubo madres catalanas que, ante el incremento preocupante de los brotes de intolerancia, pidieron, por favor, no hablar de política en la mesa familiar.

¿Cuándo comenzaron a guardar silencio en las cenas familiares de Serbia, Bosnia o Croacia?

¿Cuándo empezamos nosotros con la terapia de afectos mutuos entres los catalanes y el resto de los españoles para reducir la creciente y peligrosa brecha que nos separa?

¿Es quizás demasiado tarde para extirpar el veneno del nacionalismo excluyente inoculado en tantos jóvenes de Cataluña y del resto de España?

Por algo habrá que empezar… Digo yo.