A muchos abuelos les parecerá una minucia (o un ataque de soberbia) presumir de haber ganado al tenis, con 75 años (aunque no lo parezca) a un hijo que ya cumplió los 40. A mí, no. Hoy he disfrutado en la pista.

Normalmente, Erik me gana al tenis, pero ayer tuve una clase con mi maestro Gildo y hoy, con un cordaje nuevo, remonté un set durísimo con muchos empates. La verdad es que ganar un partido da gusto. Y mi hijo no es de los que se dejan ganar. Le eduqué para todo lo contrario.

Legué bien entrenado a la pista, en buena forma, recuperado del remate que, hace tres semanas, me costó una caída de culo muy  aparatosa. Radiografía limpia.

Para celebrar mi regreso al tenis, mi hijo me había regalo una camiseta de propaganda de su productora (Goat Knight S.L.).

Quise darle buen uso con su logotipo en mi pecho. Eso quizás le impresionó o le aflojó. Ambos jugamos bien. Juegos muy largos con voleas y remates dignos de ser grabados. Un gran día.

Lo celebramos con churros y tortilla en el Café de los Austrias, frente al polideportivo de La Bombilla de Madrid.

Hoy me toca siesta en el sofá, quizás con una película del Oeste que mi chica odia porque dice que son simplonas y machistas. Pero es que mi cuerpo serrano hoy ya no da para más.

Para un nuevo proyecto sobre la prensa, me castigo leyendo, a la vez, dos libros muy fuertes, casi insoportables, que ya comentaré algún día en ese blog cuando los termine. (Uno se llama «Pedro J. Ramírez, al desnudo», de Juan Díaz Herrera, y el otro se titula «Memorias I» del mismísimo José María Aznar, el «hombrecillo insufrible», como le llamaba su correligionario el canciller alemán Helmut Kohl).

La victoria al tenis me permite dejar esas dos lecturas masoquistas para días laborables. Ya estoy cocinando de lujo.