Me ha costado explicar a mi nieto Leo (8 años) por qué tuvieron que inventar aquí, en Los Álamos (N.M.), en 1945, las dos primeras bombas atómicas que mataron a 200.000 japoneses en Hirosima y Nagasaki.
Con el corazón partido, no tenía respuestas convincentes para sus preguntas más sencillas.
Afortunadamente, el Museo de Los Álamos está pensado para niños y sus explicaciones en carteles y pies de foto eran mejores que las mías. No todos los científicos de entonces eran partidarios de investigar la fisión o la fusión nuclear. Saqué una conclusión terrible: todas las armas que se inventan, tarde o temprano, se acaban usando. La Historia lo prueba.
Claro que, hasta hoy, estas dos bombas atómicas cuyas réplicas estamos viendo hoy (Little Boy y Fat Man) solo se han usado en 1945 con el fin de provocar la rendición total del Imperio japonés en la II Guerra Mundial y acabar así con la mayor masacre del siglo XX. Consiguió su objetivo, sí, pero ¿a qué precio? Largo debate.
¿Era necesario lanzarlas sobre la población civil como hicieron los nazis sobre Guernica en la guerra civil española o los aliados sobre Dresde? La cuestión que surgió cuando vimos la película Oppenheimer brotó hoy con más fuerza: ¿El fin justifica los medios? O, como afirmó Albert Camus, «son los medios los que justifican el fin».
En el complejo de Los Álamos (un laboratorio fuertemente vigilado por militares) se concentra hoy el mayor porcentaje de cerebros científicos por metro cuadrado del mundo. ¿A qué se dedican cientos de físicos, químicos, biólogos, matemáticos, etc.? No es ciencia ficción. Están inventando nuevas armas que, tarde o temprano, serán usadas.
Me ha impresionado la pobre tecnología manual utilizada en 1945 para fabricar, por ejemplo, el detonador de la primera bomba nuclear de la Historia. Usaron papel y lápiz, tiza y pizarra. Me asusta pensar qué podrán fabricar ahora con la alta y sofisticada tecnología disponible, incluida la inteligencia artificial. Peor aún: ¿Y si Trump, o alguien como su amigo Putin, gana las elecciones en EE.UU. y tiene en sus manos el botón rojo para utilizar estas nuevas armas secretas, hoy embrionarias o no, del laboratorio de Los Álamos?
Es un milagro que, con el enorme arsenal nuclear actual repartido por el mundo, nuestra especie haya sobrevivido hasta hoy. Confiemos en que la cooperación entre los seres humanos supere a la confrontación. Ojalá. Cruzo los dedos.
Cada vez que bebo agua en Nuevo México, recuerdo lo que pasó en la colina de Los Álamos, al otro lado del Río Grande (que los mexicanos llaman Río Bravo) entre 1943 y 1945. Mi hijo David me advierte de que solo puedo beber agua mineral embotellada:
-«Desde que hicieron aquí las primeras pruebas nucleares, nadie bebe agua del grifo. Puede estar contaminada con restos radioactivos».
Tomo nota. Lo mismo me dijeron en Palomares (Almería), después de caer allí cuatro bombas atómicas que no llegaron a explotar. En 1966, el plutonio se había extendido por la tierra que yo recorría de niño con mi padre para llevar un carro de tomates a la alhóndiga de Cuevas de Almanzora desde La Rumina, mi casa en el término de Mojacar.