Sin atender a las alertas del hombre del tiempo ni de los colegas del telediario, hoy remojé mi sombrero de paja y bajé hasta el río Aulencia. No soy masoquista. Solo necesitaba caminar un par de horas por la dehesa de encinas para desatascar el capítulo 13 del nuevo libro que escribo a medias con mi hijo Erik. El calor era soportable y la brisa, divina. Al llegar al río grabé 15 segundos del arrullo del agua. ¡Qué alivio!
Por el camino, admiré la encina heroica, desafiante, que parte en dos la servidumbre del paso. Es mi favorita. Ha sobrevivido a la pasión taladora de los amantes de hacha hispana.
Y ahí está, erguida y orgullosa.
No me crucé con ningún ser humano. Solo, con el caballo del vecino que es casi humano.
Por un momento, tuve la tentación de regresar. Sin embargo, vi en el horizonte, por encima de encinar, la silueta de las parabólicas de la ESA (Estación Europea de Satélites) junto al castillo del siglo XI.
Diez siglos separan al castillo del siglo XI, para vigilar a moros y cristianos, de la Estación para el seguimiento de satélites terrícolas o (¡quién sabe?), quizás, marcianos del siglo XXI. Tan cerca en el espacio, a pocos metros, y tan lejos en el tiempo, a diez siglos. No obstante, la función de vigilancia es la misma. Las técnicas progresan, pero las intenciones permanecen. ¡Ay qué ver!
El regreso, cuesta arriba, fue algo más duro. Recordé los chistes malos de mi padre: «Cuesta arriba te quiero, mulo; que las cuestas abajo yo me las subo».
Sudé un poco, pero valió la pena. Ya voy por el capitulo 14. Se me ocurrió caminando.