En el homenaje a Ramón Lobo me he percatado de que aún no hemos cerrado la herida que nos provocó su muerte tan prematura. Un montón de amigos nos hemos juntado hoy en el Círculo de Bellas Artes de Madrid para recordarle. Reunión emocionante y, tratándose de nuestro Lobo, divertida. ¡Cómo le echamos de menos! Varios amigos han citado una de sus frases que siempre me impactó: «La muerte es un problema para quien no ha vivido».
Entre todos ellos, el discurso cariñoso de Manuel Saco (mi hermano menor en nuestra familia inventada) me llegó al corazón. Por eso, lo copio y pego a continuación:
Palabras de Manuel Saco en el homenaje a Ramón Lobo:
«Reconozco que no es fácil mantener el duelo por amigos como Ramón Lobo, él que me eligió como hermano mayor en su familia inventada. Sé por experiencia que los recuerdos y la pena, tras la pérdida de la persona amada, van siendo poco a poco amortiguados por nuestros afanes diarios, a menudo hasta desvanecerse para siempre.
Pero en su caso, no todo está perdido, gracias a las nuevas tecnologías. Para los que ya estamos en esa edad en que una enfermedad, que no recuerdo cómo se llama, hace estragos en la memoria, algunos medios de comunicación, como whatsapp, pueden crear la ilusión de que el ausente no se ha ido del todo, que en cierto modo permanecerá atado a nosotros durante lo que quede de nuestras vidas. No sé si habéis hecho el ejercicio de repasar conversaciones de días, meses o años atrás, pero os aseguro que, en el caso de Ramón, su ingenio y su genio hacen imposible mantenerle el duelo con el decoro debido.
Ese whatsapp, al que me he aficionado en esta ausencia suya, es como un notario de todas las complicidades que nos unieron durante más de treinta años. Aun más, como un diario de sesiones sobre las luces y las sombras de nuestra amistad, de nuestras filias y fobias, conversaciones intrascendentes a veces o relámpagos de ingenio, como bien saben sus lectores y seguidores en las redes sociales.
Como los dos nos entendíamos mucho mejor escribiendo que hablando, nos atrevimos a dejar por escrito cuánto nos queríamos, esa tierna tontería que tanto nos cuesta decirnos a viva voz y a la cara entre amigos. Conservo también, claro, sus mensajes de audio que me mantienen la ilusión de que todavía puede hablarme, y me permiten oír su risa socarrona cuando musitaba entre comillas, esa modulación de voz tenue que parecía convertirlo todo en un secreto.
El repaso de nuestras conversaciones de whatsapp es también un viaje a los vaivenes de la política de este país en los últimos años. A veces entre interjecciones de indignación, a veces completado con el emoji que te guiña un ojo cómplice, a veces entre signos de interrogación, como cuando intentábamos explicarnos el ascenso de los neonazis en España o la atracción letal que ejerce la simpleza y la estupidez en parte del electorado. Y aquí venía en nuestro socorro Truman Capote cuando aseguraba que “siempre hacen más ruido las latas vacías que las llenas. Pues lo mismo ocurre con los cerebros”.
Además de su hermano mayor, ejercí durante años de chef de guardia. Ramón era lo que se conoce como un cocinillas, un bon vivant amante de los buenos vinos y la buena mesa. Y nos consultábamos y copiábamos recetas y tiempos de cocción, como dos científicos delante de una placa de cultivo en la que crecen bacterias multicolores, células y semillas. Y nos intercambiábamos fotos con el resultado final que, en verdad, parecían placas de Petri suculentas, de callos a la gallega que luego habrían de tener consecuencias irremediables de ventisca o temporal. Una vez, tras una comilona de fabada asturiana en la que se incuban esas tempestades, me envió un recorte de periódico con este titular: “Según el Juzgado de violencia de género número 1 de Valencia, soltar una ventosidad ante su pareja es violencia de género”. Y yo le contesté: “Pues a ti te habrían condenado a muerte”. Desde entonces supe que no existe verdadera amistad si tienes que aguantarte los pedos.
Compartíamos otra pasión: los gatos. Él tenía solo dos. Uno de ellos rubio, rechoncho, amoroso, siempre demandando mimos, amante del sillón… completamente mimetizado con su dueño. Pero por mi jardín hacían piña una pandilla de seis o siete gatos que venían a preguntar sobre lo suyo puntualmente dos veces al día: al desayuno y a la cena. Buena parte de nuestro whatsapp lo ocupan decenas de fotos de nuestros gatos en todas las posturas, acompañados de comentarios cursis de abuelos embobados. En cambio, creo que tan solo una vez mencionamos a Kierkegaard… quizá porque ambos éramos ateos.
Sí. En el tiempo dilatado en que le conocí, Ramón pasó de un anticlericalismo visceral, pues consideraba a la clerigalla antidemocrática, correa de transmisión de los poderosos, cómplice de las peores dictaduras del planeta, pasó, digo, a un agnosticismo difuso con el que mortificaba a su piadosa madre. Solo en la madurez abandonó el agnosticismo, que es como negar a dios con la boca pequeña, por si las moscas, para entrar decididamente en el paraíso de los ateos donde ningún dios vengativo te espera para leerte la cartilla el día de tu muerte.
El hilo de whatsapp está plagado, también, de consultas gramaticales y literarias. Esa duda e inseguridad en la que viven siempre los autores. Con el tiempo nos hicimos editores y correctores de nuestros respectivos libros, agradecidos a que solo nosotros conocíamos nuestras torpezas y carencias. Creo que me toca dar el último remate a la edición de su último libro nonato. Tengo ganas de que llegue a mis manos. Sé que me costará seguirle.
Ramón vivió muy de cerca la pérdida de la mujer que acompañó mi vida durante casi cuarenta años. Aunque separados quinientos kilómetros, sentí su preocupación, cariño y aliento cada día, a través del whatsapp. Cuando yo le decía que no se imaginaba el desgarro que suponía para mí su pérdida, me contestó como un resorte: “La pena solo se puede sentir. Es imposible contarla”.
Ahora lo sé, porque no encuentro mejores palabras para contaros esto que siento. Siempre me quedará la duda de si yo supe estar a la altura de la generosidad de Ramón en su último año de martirio. Tres días antes de su muerte, a solas, con sus gatos como testigos, nos hicimos un selfi juntos, él componiendo el signo de la victoria con dos dedos de su mano izquierda, yo improvisando mi mejor sonrisa del que acompaña al reo al paredón. Y, con un hilo de voz, me juraba que había sido un hombre con suerte.
Mes y medio antes, el 20 de junio, cuando ya conocía su sentencia de muerte, le escribí que yo no era muy bueno para dar ánimos, “pero antes del viaje definitivo tienes pendiente, cuando te recuperes emocionalmente, un viaje a Galicia para charlar con tu hermano mayor sobre lo absurdo y hermoso que fue vivir. Un beso de oso amoroso, hermano. Recuerda que te quiero”.
Así le dije. Y así se lo recuerdo cada día desde entonces.»
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Tengo fotos preciosas del homenaje, pero mi ordenador (que cambié ayer de sitio) ya no me permite pegarlas en este blog. Dice que pesan mucho. Lo siento. Preguntaré a mi hija en cuanto la vea. O a Melisa, de 20 minutos, que se lo sabe todo.