Desde las muertes de Rabin y Arafat, premios Nobel de la Paz, nadie ha hecho más daño a los judíos del mundo que el actual primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu. Intencionadamente, en pos del genocidio palestino, ha echado azufre a las ascuas medio apagadas del antisemitismo. Por sus matanzas (estilo Guernica) de civiles inocentes, mujeres y niños en su mayoría, el fiscal del Tribunal Penal Internacional (TPI) pide que tanto él como su ministro de Defensa y los líderes terroristas de Hamas sean perseguidos por crímenes de guerra y contra la Humanidad.
El Holocausto pavoroso de 6 millones de judíos, asesinados por los nazis de Alemania, cambió el rumbo de un pueblo errante y aumentó las simpatías mundiales hacia el futuro Israel.
Las potencias vencedoras de la II Guerra Mundial decidieron cobijar a los judíos supervivientes en tierra de filisteos (Philistina) donde pudieran crear un Estado propio y convivieran en paz con sus vecinos que habitan esos lugares desde hace miles de años.
Los palestinos, que no fueron culpables del Holocausto, están pagando muy caro el genocidio de Hitler… y, ahora, el genocidio de Netanyahu. Los judíos inocentes, que son muchísimos por todo el mundo, que no comparten los instintos genocidas ni los actos criminales de Netanyahu, también están recibiendo injustamente los golpes del antisemitismo creciente, un monstruo durmiente despertado y alimentado por los fanáticos ultraderechistas de Israel y por los terroristas fanáticos de Hamas.
Emocionado y contento, en enero de 1986, di en exclusiva en Buenos Dias (TVE) la noticia del reconocimiento por España del Estado de Israel. Diez años antes, mi maestro Raimundo Lida, que perdió a su familia en el Holocausto, me saludó, por mi apellido Soler, como si yo fuera un judío más. Me gustó. Le dije que, por fin, tenía juntas mis tres mitades andaluzas: cristiana, musulmana y judía. Aquel erudito maravilloso, que me hizo por siempre cervantino, se echó a reír.
Emocionado y contento, escuché decir hoy al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, que España reconocerá al Estado de Palestina, como ya han hecho ciento y pico países de la ONU. EE.UU,
Recordé un día inolvidable de 1995 cuando, como corresponsal de RTVE en EE.UU., cubrí la firma en la Casa Blanca del Acuerdo Oslo entre Isaac Rabin y Yasir Arafat. Ambos tocaban con la punta temblorosa de sus dedos la paz posible (paz por territorios) entre dos estados que se reconocerían mutuamente su derecho a existir. Pronto, un fanático ultraderechista judío, asesinó a Rabin y Arafat murió presuntamente envenenado según su viuda. Otro sueño roto hace 30 años. Mi país, Noruega e Irlanda han dado hoy un paso generoso en la dirección correcta hacia la paz y hacia la justicia.
Ojalá les sigan otros. Cruzo los dedos, con el corazón roto.
Como suscriptor de El País, puedo leer los artículos siempre ingeniosos y estimulantes de Martín Caparrós Rosenberg, otro judío. Este me gustó especialmente y espero que me permita copiarlo y pegarlo en mi blog. Es por una causa noble. Ahí va:
La palabra judío
En castellano la palabra judío todavía puede ser un insulto. Lo sostiene, entre otros, el ‘Diccionario’ de la RAE
MARTÍN CAPARRÓS ROSENBERG18 MAY 2024 – 05:40 CEST ¿Qué significa ser judío? Yo debo serlo: mi madre lo es porque su madre lo fue porque su madre lo fue. Así que soy judío, aunque, en la práctica, me define más ser escritor o hincha de Boca. Pero lo soy, aun si no termino de saber qué es eso. Ser judío, dijo algún judío, es preguntarse qué significa ser judío.
No es, sin duda, una religión, y esa es su originalidad. Nadie diría soy católico porque sus antepasados lo fueron. Diría, si acaso, soy español, soy mexicano, soy croata, y católico si creyera en su dios. Los judíos no: para ser uno, alcanza con ser hijo de una. No es una decisión, es una herencia; no es una creencia, es una tradición.
Ser judío es, para mí, una manera de leer la historia, recordar un recorrido de milenios por todo tipo de vicisitudes, recordar tantos filósofos y músicos y sastres y obreros que lo fueron, recordar que a mi bisabuela Gusztawa Rosenberg la asesinaron los alemanes en Treblinka, y recordar con orgullo que los judíos fueron uno de los muy pocos pueblos que vivieron siglos sin Estado ni reyes ni dinero ni cárceles. Esa era su distinción, su diferencia —que les valió persecuciones y matanzas. Todavía, en castellano, la palabra judío puede ser un insulto. Lo sostiene el Diccionario de la RAE: una de sus acepciones es “persona avariciosa o usurera”. Y los señores académicos la mantienen y muchos hispanoparlantes lo creen. Como se creen, ahora, que judío e israelí son sinónimos.
Fue una pena: a mediados del siglo pasado, cuando la masacre superó todo lo previsible, la respuesta de algunos judíos consistió en perder su diferencia, armar un Estado, armarlo, parecerse a los otros. Yo lamento que se haya creado ese país: hubiera sido mejor seguir mezclándonos, moviéndonos, descreyendo de ejércitos y jefes. Pero entonces no parecía posible, y ahora somos muchos los que lamentamos que Israel —como Irán, Arabia, El Salvador— haya sido secuestrado por una camarilla de extrema derecha y que, so pretexto de haber sido víctimas, haga víctimas a otros.
Soy judío, decía. Y eso, pese a lo que suponen muchos ignorantes, no supone que defienda a Israel. Por eso lamento también que tantos españoles y ñamericanos se crean —o pretendan creer— que judío e israelí son la misma cosa y, peor, que israelí y Gobierno israelí también lo son. Son muchos los israelíes y somos muchos los judíos que no compartimos sus políticas —como fueron muchos los norteamericanos que no quisieron pelear contra Vietnam, muchos los españoles que no apoyaron los asesinatos franquistas.
Por eso me duele que la violencia del Estado de Israel sirva para refrescar el antisemitismo clásico. Me duele, por ejemplo, la ligereza con que tantos periodistas atribuyen el apoyo norteamericano a Israel a un supuesto “lobby judío”, tan poderoso y rico que obliga al Gobierno de EE UU a defender a sus correligionarios. Es la versión actual de esa panfletería que, durante siglos, pretendió que todos los judíos eran ricos, avaros, prestamistas rapaces, mentirosos: la vieja “conspiración judeo-masónica”, el Diccionario de la RAE. ¿No es más simple entender que Estados Unidos necesita una avanzada en una de las regiones más explosivas del planeta y que por eso sostiene a Israel desde hace casi 80 años? ¿O que cuando vende innúmeras armas a Israel el que gana fortunas es el famoso complejo industrial-militar norteamericano, sus fabricantes de armas —todos muy gentiles—, que forman un lobby tanto más poderoso que cualquier junta judía? ¿O que por eso el desdichado presidente Biden sigue perdiendo votos pero no detiene la masacre de Gaza?
Parece que no: que nos resulta más familiar hablar de esos “lobbies judíos”, oscuros y siniestros, en la mejor tradición del antisemitismo europeo. El Gobierno ultra de Netanyahu mata por la misma razón que muchos otros: para aferrarse a su poder. Es lo que hizo el general Galtieri cuando quiso invadir las Malvinas o el cabo Hitler cuando quiso hacerse con Europa. Más allá de que ese hombre sea judío o mahometano o hincha de River Plate, lo que importa son sus ambiciones, su política, su idea del mundo —que se parece mucho más a las de Trump, Orban o Bukele que a las de millones de judíos.
Yo —ya queda dicho— soy judío: no tengo nada que ver con señores como Netanyahu, de la misma forma en que soy español y rechazo a Abascal, argentino y rechazo a Milei. Pero a muchos les conviene mantener la confusión: que el Gobierno israelí no lo hace por ultraderechista, que lo hace por judío. La falacia es el producto de siglos de discriminación: sería bueno aprovechar esta desgracia para empezar a corregirla.
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Gracias, Martín, por tu artículo.