Con el corazón partido he seguido las elecciones de Estados Unidos. El resultado, aunque me lo temía y no quería verlo ni en pintura, me lo ha roto del todo. Mi esposa es de Boston y nuestros tres hijos y dos nietos comparten la cultura española con la norteamericana. También yo, que soy de Almería, me siento muy unido a la doble cultura de mi familia. Estamos desolados. La última semana de este mes de noviembre celebraremos el Thanksgiving (Acción de gracias, con pavo y tartas incluidos), presidido por las banderas de EE.UU. y de España. Es la fiesta familiar por excelencia, más que la Navidad. Este año habrá muchas familias divididas cuyos miembros apenas se hablan después del resultado electoral. Nosotros hablaremos -cómo no- de la tragedia y el caos que se ciernen sobre nuestra segunda patria. Y nos preguntaremos cómo hemos llegado hasta aquí.
Buscando respuestas, por recomendación de mi hijo Erik, leí ayer un artículo de David Brooks (un conservador del New York Times) bastante revelador. Lo copio traducido y lo pego al final de mi comentario. Da qué pensar, coincido mucho con él y vale la pena leerlo con humildad. Cuando las barbas del vecino… Ya sabemos.
A ver si me explico. He vivido en Cambridge (Mass) como Nieman Fellow de Harvard (1976-77), en Murray Hill (NJ) como corresponsal del Grupo Prisa (1987-88) y en Larchmont (NY) como corresponsal de RTVE (1995-96). Con frecuencia visito Estados Unidos, sigo con interés su evolución y comparto alegrías y penas con amigos norteamericanos que me enseñaron a amar a su país, incluso cuando va mal. Ahora entra en zona de tinieblas y no por eso voy a dejar de admirarlo y temerlo a partes iguales.
El cambio viene de lejos y no es cosa solo de Trump. En 1970 pude ver como trabajadores blancos (los «hard hat», cascos duros) insultaban, incluso atropellaban, a jóvenes estudiantes de pelo largo que protestaban contra la guerra de Vietnam. La brecha entre la América profunda del Centro y Sur del país (rural e industrial, sin estudios universitarios, muy religiosa y que vivían ya algo peor que sus padres) y las élites educadas de clase media y alta del Este y el Oeste se empezó a agrandar.
Lo volví a confirmar personalmente cuando, en 1977, viajé desde Cambridge (Mass) a Cooperstown (Dakota del Norte). Visité un silo nuclear subterráneo del que los habitantes de la zona estaban muy orgullosos pese a que ponía en peligro sus vidas. Serían los primeros en ser atacados por los misiles de la Unión Soviética. Vivían en los pueblos más prescindibles del país. Cuando estos campesinos se cruzaban con algún soldado le saludaban con un patriótico «gracias por su servicio». En Toronto conversé ese mismo año con un grupo de exiliados universitarios , desertores de la guerra de Vietnam, que ansiaban volver a su tierra. Me partían el corazón.
El presidente Ronald Reagan, en los años 80, sentó las bases neoconservadoras para acelerar la desigualdad brutal entre las dos Américas. Los pobres, más pobres y los ricos, muchísimo más ricos. Aún se notan las heridas de su desregulación (más mercado y menos Estado, «la avaricia es buena», boom financiero, etc.) que propició un capitalismo salvaje. Las estaciones del Metro de Nueva York se llenaron de pobres sin techo. Reagan recortó impuestos y redujo el Welfare State (Estado del Bienestar) que había iniciado el presidente Roosevelt con su New Deal, tras el crack del 29, mediante grandes impuestos a los ricos y servicios sociales a los pobres.
En 1987-88 y en 1995-96 volví a trabajar en Manhattan como corresponsal. Ya era otro país partido en dos. La gran crisis de 2008, que dejó sin casa y sin trabajo a tantos obreros, dio la puntilla casi definitiva a la Edad Dorada de América. El sueño americano se había esfumado. La América blanca de las casas con jardín y garaje para dos coches, que cantaba el Hollywood de Doris Day y Rock Hudson, fueron a parar al basurero de la historia.
El movimiento nacionalista y proteccionista de Trump (MAGA), con «América, primero», promete recuperar aquella América perdida expulsando a inmigrantes y subiendo aranceles a productos extranjeros. Los más perjudicados, que quedaron en las cunetas del país más rico del mundo, enfadados y rabiosos contra las élites prósperas y educadas, creyeron las mentiras y bulos de Trump (rubio, anaranjado) y sus activistas en redes sociales. En 2016, el voto de la venganza dio la victoria a Donald Trump frente a Hilary Clinton. Yo estuve allí. Quedé horrorizado cuando la candidata demócrata llamó «deplorables» a los seguidores sin estudios de Trump. La derrota demócrata fue un primer aviso.
Joe Biden, muy ligado toda su vida política a los sindicatos, hizo un gran esfuerzo por recuperar el voto blanco de la clase trabajadora. Llegó a la Casa Blanca, por los pelos, y no pudo cumplir sus promesas. Algunos se sintieron traicionados. Los republicanos eran tradicionalmente los ricos y los demócratas, los obreros. Pero la tortilla se ha dado bastante la vuelta. El pasado martes quedó probado. Un cambio profundo digno de análisis ya que se va extendiendo peligrosamente a otros países del llamado mundo libre. Muchos obreros blancos sin estudios votaron el martes a los ricos. No les importó darse un tiro en sus pies. ¿Por qué un delincuente blanco, millonario condenado por la Justicia, ganó a una fiscal, mujer universitaria y negra?
La brecha de género. El 55 % de los hombres votaron a Trump frente al 44% a Harris. Al revés en las mujeres: el 54% por Harris frente al 44% pr Trump.
La brecha educativa. El 54% de los sin estudios votaron por Trump frente al 44% por Harris. En cambio, los votantes con estudios apoyaron a Harris (57%) más que a Trump (41%). Es la brecha de los diplomas.
La brecha racial. El 86% de los negros votaron por Harris frente al 12 % de los negros.
El machismo blanco, negro y latino sale perjudicado por el ascenso imparable de las mujeres en la universidad, en influencia social y en puestos directivos, lo que genera en muchos hombres un sentimiento creciente anti feminista.
La brecha económica corre pareja con el nivel educativo y con la deslocalización de las industrias que buscan países con salarios más bajos. Crece el sector financiero y de nuevas tecnologías mientras cierran fábricas de manufacturas. Sube Silicon Valley y cae Detroit. Muchos hombres sin estudios pierden empleos y poder adquisitivo. Ya no son clase media, como sus padres. Se sienten abandonados, traicionados y olvidados por el Partido Demócrata. Su voto creciente a favor de Trump lleva algo de venganza y rabia contra sus antiguos líderes demócratas.
En resumen, por paradójico que parezca, creo que la enorme desigualdad económica y de estatus social entre pobres y ricos ha marcado el resultado a favor de un aspirante millonario, mentiroso y autoritario que puede hacer peligrar la democracia y, ojalá me equivoque, la paz social en Estados Unidos, mi segundo país. ¡Qué triste!
Lo que los votantes de Estados Unidos le están diciendo a las élites
7 de noviembre de 2024
The New York Times
Por David Brooks
Columnista de Opinión.
Hemos entrado en nueva era política. Durante los últimos 40 años, más o menos, hemos vivido en la era de la información. Quienes pertenecemos a la clase educada decidimos, con cierta justificación, que la economía posindustrial sería construida por gente como nosotros, así que adaptamos las políticas sociales para satisfacer nuestras necesidades.
Nuestra política educativa impulsó a muchos hacia el camino que nosotros seguíamos: universidades de cuatro años para que estuvieran calificados para los “trabajos del futuro”. Mientras tanto, la formación profesional languidecía. Adoptamos una política de libre comercio que llevó empleos industriales a países de bajo costo para que pudiéramos concentrar nuestras energías en empresas de la economía del conocimiento dirigidas por personas con títulos universitarios avanzados. El sector financiero y de consultoría creció como la espuma, mientras que el empleo manufacturero se marchitaba.
El Times Una selección semanal de historias en español que no encontrarás en ningún otro sitio, con eñes y acentos. Get it sent to your inbox.
Se consideró que la geografía no era importante: si el capital y la mano de obra altamente calificada querían concentrarse en Austin, San Francisco y Washington, en realidad no importaba lo que ocurriera con todas las demás comunidades que quedaron olvidadas. Las políticas migratorias facilitaron que personas con un alto nivel educativo tuviesen acceso a mano de obra con salarios bajos, mientras que los trabajadores menos calificados se enfrentaban a una nueva competencia. Viramos hacia tecnologías verdes favorecidas por quienes trabajan en píxeles, y desfavorecimos a quienes trabajan en la industria manufacturera y el transporte, cuyo sustento depende de los combustibles fósiles.
Ese gran sonido de piezas en movimiento que has oído era la redistribución del respeto. Quienes ascendían en la escala académica eran aclamados, mientras que quienes no lo hacían se volvían invisibles. La situación era especialmente difícil para los hombres jóvenes. En la secundaria, dos tercios de los alumnos del 10 por ciento superior en las clases son chicas, mientras que aproximadamente dos tercios de los alumnos del decil inferior son chicos. Las escuelas no están preparadas para el éxito masculino; eso tiene consecuencias personales de por vida, y ahora también a nivel nacional.
La sociedad funcionó como un vasto sistema de segregación, elevando a quienes estaban mejor dotados académicamente por encima de todos los demás. En poco tiempo, la brecha de los diplomas se convirtió en el abismo más importante de la vida estadounidense. Los graduados de secundaria mueren nueve años antes que las personas con estudios universitarios. Mueren seis veces más por sobredosis de opiáceos. Se casan menos, se divorcian más y tienen más probabilidades de tener un hijo fuera del matrimonio. Tienen más probabilidades de tener obesidad. Según un estudio reciente del American Enterprise Institute, el 24 por ciento de quienes han terminado como mucho la preparatoria no tienen amigos cercanos. Tienen menos probabilidades que los graduados universitarios de visitar espacios públicos o unirse a grupos comunitarios y ligas deportivas. No hablan en la jerga adecuada de justicia social ni mantienen el tipo de creencias sofisticadasi que son marcadores de virtud pública.
Los abismos provocaron una pérdida de fe, una pérdida de confianza, una sensación de traición. Nueve días antes de las elecciones, visité una iglesia nacionalista cristiana en Tennessee. El servicio estaba iluminado por una fe genuina, es cierto, pero también por una atmósfera corrosiva de amargura, agresión, traición. Mientras el pastor hablaba de los Judas que buscan destruirnos, me vino a la cabeza la frase “mundo sombrío”, una imagen de un pueblo que se percibe a sí mismo viviendo bajo una amenaza constante y en una cultura de extrema desconfianza. A estas personas, y a muchos otros estadounidenses, no les interesaba la política de la alegría que ofrecían Kamala Harris y los demás licenciados en derecho.
El Partido Demócrata tiene un trabajo: combatir la desigualdad. Aquí había un gran abismo de desigualdad delante de sus narices y, de alguna manera, muchos demócratas no lo vieron. Muchos en la izquierda se centraron en la desigualdad racial, la desigualdad de género y la desigualdad de la comunidad LGBTQ. Supongo que es difícil centrarse en la desigualdad de clase cuando has ido a una universidad con una dotación multimillonaria y haces seminarios de imagen medioambiental y de diversidad para una gran corporación. Donald Trump es un narcisista monstruoso, pero hay algo singular en una clase educada que se mira en el espejo de la sociedad y solo se ve a sí misma.
Mientras la izquierda viró hacia el arte de la performance identitaria, Donald Trump se metió de lleno en la guerra de clases. Su resentimiento contra las élites de Manhattan, nacido en Queens, encajó de manera mágica con la animosidad de clase que sienten los habitantes de las zonas rurales de todo el país. Su mensaje era sencillo: esta gente los ha traicionado y, además, son cretinos.
En 2024, creó lo mismo que el Partido Demócrata intentó construir una vez: una mayoría multirracial de clase trabajadora. Su apoyo aumentó entre los trabajadores negros e hispanos. Registró ganancias asombrosas en lugares como Nueva Jersey, el Bronx, Chicago, Dallas y Houston. Según los sondeos de salida de NBC, ganó a un tercio de los votantes de color. Es el primer republicano que consigue la mayoría del voto popular en 20 años.
Obviamente, los demócratas tienen que hacer un replanteamiento importante. El gobierno de Joe Biden intentó cortejar a la clase trabajadora con subvenciones y estímulos, pero no hay solución económica a lo que es principalmente una crisis de respeto.
Es seguro que habrá gente de izquierda que diga que Trump ganó por el racismo, el sexismo y el autoritarismo inherentes al pueblo estadounidense. Por lo visto, a esa gente le encanta perder y quiere hacerlo una y otra y otra vez.
El resto de nosotros tenemos que mirar este resultado con humildad. Los votantes estadounidenses no siempre son sabios, pero en general son sensatos, y tienen algo que enseñarnos. Mi primer pensamiento es que tengo que reexaminar mis propios prejuicios. Soy moderado. Me gusta cuando los candidatos demócratas van al centro. Pero tengo que confesar que Harris lo hizo con bastante eficacia y no funcionó. Quizá los demócratas tengan que adoptar una disrupción al estilo de Bernie Sanders, algo que haga que la gente como yo se sienta incómoda.
¿Puede hacerlo el Partido Demócrata? ¿Puede hacerlo el partido de las universidades, los suburbios acomodados y los centros urbanos hipsters? Bueno, Donald Trump secuestró un partido corporativo, que difícilmente parecía un vehículo para la revuelta proletaria, e hizo exactamente eso. Quienes tratamos con condescendencia a Trump deberíamos sentirnos humildes: hizo algo que ninguno de nosotros podría hacer.
Pero estamos entrando en un periodo de aguas salvajes. Trump es un sembrador del caos, no del fascismo. En los próximos años, una plaga de desorden descenderá sobre Estados Unidos, y quizá sobre el mundo, sacudiéndolo todo. Si odias la polarización, espera a que experimentemos el desorden global. Pero en el caos hay oportunidad para una nueva sociedad y una nueva respuesta al asalto político, económico y psicológico trumpiano. Estos son los tiempos que ponen a prueba el alma de las personas, y veremos de qué estamos hechos