Tal día como hoy, en 1978, mi vecino el coronel Lisarrague se acercó a nuestra casa: «¿Qué hace usted con mi bandera en su puerta?». Le repliqué: «Ya lo ve, vecino. Ayer solo era suya y no mía, pero hoy, aprobada la Constitución, es también mi bandera». Compartimos emocionados el aperitivo y dimos un «Viva la Constitución, vecino! Mantuvimos la amistad hasta su muerte. Aquel 6 de diciembre fue, y sigue siendo, un día inolvidable ya que firmamos la paz entre nuestras dos Españas. Al escribir con mi hijo Erik «Franco para jóvenes» (ya va por la Tercera Edición) tuve presente este recuerdo entre un franquista y un republicano animados por «garantizar la convivencia democrática» entre los españoles, tal como manda la Carta Magna en su preámbulo. El próximo jueves, 12 de diciembre a las 19,30, presentaremos nuestro libro «Franco para jóvenes» en el Ateneo de Madrid. (Entrada libre, calle Prado, 21)
Recorte de la página 349 de mis memorias «La prensa libre no fue un regalo» (Marcial Pons, 2022) que presentamos hace un par de años en la Cátedra Mayor de esta misma docta casa.
Tal día como hoy (auténtica Fiesta Nacional de España) suelo recordar también las tormentas (el 23-F, el 11-M, etc) que, con cierto éxito incompleto, ha superado nuestra Democracia.
En más de una ocasión tuve miedo de perder la libertad. Sobre ello, publiqué un articulo premonitorio («Tengo un sueño») en el diario El Sol, el 8 de julio de 1990. Unos días después fui despedido como director-fundador de El Sol, la aventura periodística más hermosa de mi vida y mi mayor fracaso profesional. Lo copio y pego a continuación.
Tengo un sueño
José A. Martínez Soler, director del diario El Sol
El Sol 9 de julio de 1990
“Tengo un sueño, como Martin Lutero King, en el que veo a mis hijos y nietos comportándose como si fueran libres. Viven en la patria de Gracián, de Quevedo y de Cervantes, un país todavía llamado España, donde el miedo a decir y a escribir lo que se siente solo es un recuerdo literario del pasado. Cuando se cruzan por la calle con algún conocido no dicen como antes: “Vaya con Dios vuesa merced” o simplemente Adiós”. En mi sueño se saludan con un respetuoso “Libertas habemus” o “somos libres”.
Hubo un tiempo en el que los más piadosos monjes se cruzaban el saludo cuaresmal (“Morire habemus”) y se decían pertinazmente que eran polvo y en polvo se iban a convertir. Ahora estoy seguro de que aquel recuerdo, siquiera fugaz, de tener que morir (el mismísimo miedo a la muerte) les hacía sentirse vivos y les llenaba de gozo en su valle de lagrimas. Quizá por pura comparación entre el ser y el no ser.
Lo mismo me pasa con la libertad. Es un placer tan dulce como la sensación de vivir, y se goza más con ella cuanto más se teme su ausencia o se recuerda su existencia.
Tengo un sueño en el que veo a los niños recitando de memoria (voluntariamente) un pasaje de Cervantes, el más hermoso de cuantos se han escrito en lengua castellana. Dice así: “La libertad, Sancho, es uno de los dones más preciosos que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra, ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y se debe aventurar la vida”.
Lugo, en clase de Historia, repasan, llenos de perplejidad, la epístola satírica de Quevedo al poderoso conde-duque de Olivares: “No he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando la boca, o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo. / ¿No ha de haber un espíritu valiente? ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente? / Hoy, sin miedo que el libre escandalice, / puede hablar el ingenio, asegurado/ de que mayor poder le atemorice.”
Tengo un sueño en el que mis descendientes guardan respetuoso silencio, unas veces por sabiduría y otras por ignorancia, pero nunca por miedo. Oigo a los niños preguntar si Quevedo y Cervantes eran también espíritus libres, en aquel oscuro siglo de las luces. Y observo que los mayores no entienden por qué Gracián, Feijóo, Jovellanos, Unamuno, Azaña y tantos otros que soñaron con regenerar y adelantar la civilización en España se atormentaban tanto hurgando en nuestras heridas históricas.
Tengo un sueño en el que los nuevos ricos no me toman por tonto por no haber ganado mil millones en un fin de semana. Como persona (y también, con perdón, como periodista) hablo de buscar la verdad, apasionadamente, la belleza, y la justicia y, en mi sueño, nadie me llama trasnochado, ingenuo o utópico. Los intelectuales (Dios, qué alegría) no tienen pánico a disentir ni a romper el marco establecido para aventurarse por el camino espléndido de la innovación. Les da igual no salir en la foto del gran poder, porque hay una sociedad vertebrada con muchos otros poderes más pequeños que, juntos, suman tanto o más que el grande. Saben, como los inquisidores de la España negra, que la disidencia es escrita. Pero escriben sin pavor, como si fueran libres. Y nadie les persigue o les señala por ello como judaizantes o herejes sospechosos. Tampoco temen perder el empleo.
Cuando recuerdan la última transición de la dictadura a la democracia dicen, como Durrenmat, que “es triste una época en la que hay que luchar por cosas evidentes”. En mi sueño no hay un solo partido hegemónico, sino varios que se alternan higiénicamente cada equis años en el poder. Así el sobaco izquierdo, lleno de bichos, se lava y oxigena un poco mientras gobierna el derecho. Y viceversa.
Tengo un sueño, ¡ay! en el que gobierna la derecha por que el ABC y su versión juvenil han dejado de ser panfletos sectarios. Los conservadores no se sienten ya herederos directos del inquisidor Torquemada y ejercen el poder con tolerancia y prudencia. No corrompen, secuestran ni torturan a los disidentes. Los progresistas tampoco aspiran al revanchismo ni a ponerse las botas con un enriquecimiento rápido y, por tanto, golfo. Y los gobernantes no viven aislados en el limbo, sino que quieren saber, hasta el fondo, los detalles relacionados con la corrupción y la subversión de valores que sus ayudantes suelen promover desde las cloacas del partido.
Cuando despierto y compruebo la lentitud con que avanzamos en el ejercicio de las libertades me dan ganas de llorar. Inmediatamente miro hacia atrás, hacia la España negra, intolerante e inquisitorial, y mi corazón se llena de alegría. “Cuando me considero- decía San Agustín- soy un pecador; cuando me comparo, soy un santo”. Oigo tertulias en la radio, leo columnas de algunos periódicos y el recuerdo del pasado me estremece. Hasta me dan ganas de defender al Gobierno; pero me aguanto. ¿Viviremos en el mismo país aún llamado España?
Es verdad que los socialistas han fracasado en el ritmo de su proyecto político y en su mensaje ético; es cierto que comenten abusos, pero no son como Franco. Tiene (lo escribiré cien veces) la legitimidad democrática que el dictador nunca tuvo. Yo les voté, y no me da rubor reconocerlo hasta el 82. También Felipe González, como Martin Lutero King, tuvo un sueño: que un día sonaba el timbre de su puerta, en la madrugada, y no era la Brigada Político-Social de la dictadura sino el lechero. Aquella utopía ha sido ya superada por la realidad. Hoy suena el timbre de nuestra puerta, en la madrugada, y ni siquiera es el lechero. Es nuestra hija mayor que vuelve tarde de un guateque y olvidó la llave.
La primera vez que me acerqué, con el corazón encogido, a la tumba del reverendo Martin Lutero King, recordé su sueño (“I have a dream”) y miré alrededor. Negros y blancos compartían autobuses, barrios, escuelas, y se cogían de las manos por las calles de Atlanta. No estuvo tan loco el reverendo King cuando rompió el maleficio de un fatalismo histórico y soñó con la utopía de la igualdad de razas.
También yo tuve un sueño de libertad y de igualdad en los estertores de la Dictadura franquista. Mientras mis secuestradores, un escuadrón paramilitar franquista armado de metralletas y porras, me interrogaba y torturaba en el Alto de los Leones, soñé con poder escribir algún día en libertad, como lo estoy haciendo ahora mismo. Y ya es hoy aquel mañana de ayer machadiano. No fue una utopía. Somos libres (“Libertas habemus”) pero no lo ejercemos ni lo recordamos persistentemente como debiéramos. ¿Miedo, prudencia, tolerancia, indiferencia?
Cuando los católicos de la Alemania nazi vieron pasar el cadáver del primer judío no se inmutaron; creyeron que no iba con ellos. Al día siguiente, era demasiado tarde. Si hoy pensamos que los ataques sistemáticos de los restos de la decrépita España negra contra el sistema democrático no van con nosotros, estamos apañados. Hay que escribirlo y recitarlo cien veces: somos libres, podemos ser libres, pero no siempre lo fuimos. Y, si no defendemos con uñas y dientes y ejercemos sin miedo nuestra libertad, podemos y merecemos perderla.
Hasn Modrow, el impulsor de la transición alemana oriental, me dijo hace unos días en EL SOL que envidiaba y soñaba con la tolerancia de los españoles. No quise desengañarle. En nuestra transición hubo nobleza y tolerancia, pero hubo, sobre todo, miedo, mucho miedo. Miedo de quinientos años.
También yo tengo un sueño en el que los españoles hemos perdido el miedo a la libertad, “el don más precioso que a los hombres dieron los cielos.”