Ayer, aniversario de la ejecución en Almería (24/08/1824) de Los Coloraos, mártires de la Libertad, pasé por el sótano de mi nieto Leo. Allí me topé, entre sus juguetes, con mi querida «vietnamita», mi vieja multicopista Gestetner, muerta de risa desde que murió el tirano Francisco Franco.
Me dio un golpe de nostalgia («la sonrisa al trasluz», según Gómez de la Serna, el compañero de Colombine). Más aún, me dio un ataque de alegría puesto que, hace 44 años, quedó arrumbada en mi sótano, «olvidada y cubierta de polvo», como el arpa de Bécquer. La Constitución del 78, por la que nos convertimos en ciudadanos libres, hizo obsoleta a la «vietnamita».
Ojalá nunca tenga que quitarle el polvo para volver a usarla por falta de libertad de expresión en España. Pero no hay que confiarse. La prensa libre, acosada por el pesebre o el trabuco, siempre está rodeada de peligros.
Luego. con dos días de retraso, he leído el canto a la libertad de mi admirado tocayo José Antonio Martín Pallín, ex magistrado del Supremo. Cuelga su artículo de la canción «Mi querida España» de Cecilia. Nada menos. Sigo a Martín Pallín con devoción y, para no perderme su artículo de anteayer en El País, lo copié. Por eso, ahora puedo pegarlo aquí y compartirlo con vosotros. Mi tocayo es un ex fiscal y ex juez muy lúcido. Ojalá tuviéramos muchos como él.
El 2 de agosto de 1976, en Colinas de Trasmonte, cerca de Benavente, un accidente de tráfico truncó la veta creativa de Cecilia, una cantautora que, como muchas otras, nos deleitó y nos sacó del letargo de 40 años de una dictadura sangrienta, gris y sin valores cívicos. De sus múltiples canciones, creo que es el momento de recordar la letra y la música imperecedera de Mi querida España.
El pasado 11 de octubre, Cecilia hubiera cumplido 73 años. Con su sensibilidad y la experiencia que hubiera acumulado, coincidiríamos en pensar que estamos viviendo un momento de turbulencias democráticas, no solo en España, sino también en la Europa que nos circunda. El auge de la extrema derecha es posible que se deba a ciclos históricos, pero tengo la sensación, compartida por muchos analistas, que, tal y como ha sucedido en Francia desde hace tiempo con la pujanza del Frente Nacional, se debe a los sucesivos abandonos por las ideologías socialdemócratas y de izquierdas de sus compromisos electorales. En aras de un realismo económico, disfrazado de fatalismo que se ha demostrado ficticio, la socialdemocracia ha renunciado a potenciar el progreso social y está retardando la consolidación del Estado de bienestar. Los ciudadanos comprometidos con los valores y libertades cívicas como instrumento para conseguir una sociedad más justa y solidaria se han visto defraudados en demasiadas ocasiones. Como dice Cecilia en una de las estrofas de su canción, después de haber pasado por la piel amarga de la dictadura, pensábamos que las dulces promesas vendrían a corregir los sectarismos y la insolidaridad social de una derecha que, envuelta en las tradiciones y blasones del pasado, ha encontrado en un neoliberalismo descarnado la fórmula para demorar cualquier progreso social.
Los mensajes y las políticas del espectro de la derecha de nuestro país se envuelven en la bandera y predican conceptos grandilocuentes como la nación y la patria o indefinidos como la moderación y la centralidad. En el ámbito económico se limitan a recetas tan simples como propugnar una rebaja, prácticamente sin límites, de los impuestos como panacea para reducir el gasto en el sector público y enriquecer, hasta límites intolerables, a los grandes sectores financieros e industriales del sector privado. En este desvergonzado avance hacia la más grave e inadmisible insolidaridad y desigualdad han encontrado una nueva tecla. Se llama meritocracia, es decir el que no llega a unos niveles de bienestar aceptables tiene que reconocer que se debe a su falta de esfuerzo y no a otros factores o condicionamientos familiares y sociales. Si no has podido ir a una universidad privada, es exclusivamente tu culpa. Nosotros, admiten, las hemos abastecido de subvenciones y concesiones de dinero público a cambio de unas cuotas difícilmente alcanzables para grandes sectores sociales.
Para ellos lo público es el gasto y el derroche, mientras lo privado es la eficiencia. Siempre y cuando seas capaz de traspasar sus amurallados recintos. No alcanzo a comprender cómo la mayoría de las personas que están inmersas en esta diabólica dicotomía son capaces de reforzar con su voto las posiciones huecas y excluyentes de los que solo saben predicar las glorias del pasado, sin ofrecer alternativa económica alguna a la gigantesca brecha entre los obscenamente ricos y los, cada vez más numerosos, núcleos de población que traspasan el umbral de la pobreza.
Se han celebrado elecciones en Andalucía. Una región española que vivió la represión de la guerra y la posguerra con una mayor intensidad que en otras zonas del territorio español. Gran parte de su población fue perseguida, asesinada y reprimida. Los programas y las propuestas son las mismas que se esgrimieron en Castilla y León. Así serán en el futuro si no se produce un giro en las tendencias. Quizá con la excepción de Cataluña y el País Vasco. A los que han votado, me gustaría recordarles una estrofa de la canción de Cecilia en la que se pregunta: ¿quién pasó tu hambre? ¿Quién bebió tu sangre cuando estaba seca?
Es cierto que el presente no es lo mismo o no tiene nada que ver con las tragedias del pasado, pero no es menos cierto que se está jugando un debate dialéctico entre la solidaridad y el sálvese quien pueda. Ante la incapacidad de la derecha para rebatir lo evidente, acude a esquemáticas irracionalidades, como poner al votante ante el falso dilema del comunismo y la libertad, entendida como la posibilidad de elegir voluntariamente las marcas de las cañas de cerveza. La derecha lo tiene fácil. Ni siquiera necesita vender sus recetas apolilladas. Le basta con presentar candidatos con rostro afable y lenguaje moderado y sin contenido. Su lema ha sido muy simple: vota al “bueno de Juanma” y que todo siga como está ahora: la sanidad, la educación, los contratos laborales, la reducción hasta la irrelevancia de lo público, la dependencia y las pensiones.
El espectáculo de la fragmentación y del personalismo de la izquierda les ha pasado una dura factura. Habría que preguntarles, volviendo a la canción de Cecilia: ¿dónde están tus ojos?, ¿dónde están tus manos?, ¿dónde tu cabeza? Las limitaciones y carencias del capitalismo se han puesto de relieve en el último Foro de Davos. Un economista de la talla de Joseph E. Stiglitz lo ha comentado recientemente en las páginas de este periódico. Le llama la atención que un foro tradicionalmente comprometido con la globalización se ocupase principalmente del fracaso de la globalización. Denuncia que el régimen de la propiedad intelectual ha dejado a millones de personas sin vacunas covid-19, enriqueciendo, inmoral y criminalmente, a unas pocas empresas farmacéuticas. Acude a una cita de Adam Smith (siglo XVIII): “El capitalismo no es un sistema autosostenible porque hay una tendencia natural al monopolio”. Explicar con sencillez esta patología del sistema es una tarea irrenunciable para salvar la democracia. Al margen de la confrontación ideológica, no podemos permitir que nos arrebaten el amor a nuestra querida España, la que trabaja duramente para ampliar los derechos y libertades, llegar a fin de mes y reclama una digna cobertura para su futuro. Podemos ofrecer, además, el respeto por la diversidad de sus nacionalidades y regiones, sus lenguas, sus culturas y la solidaridad entre sus territorios.
La cultura de la libertad nos pertenece y no podemos dejar que nos la arrebaten. Hemos padecido demasiadas frustraciones y es necesario corregirlas. Además, desde hace tiempo tenemos un nuevo desafío: ¡Salvar al planeta Tierra! El calentamiento de la atmósfera no es un negro vaticinio. Ya está presente y nos afecta a todos. Es vergonzoso y deprimente escuchar las barbaridades de los negacionistas. Lamentablemente, están todos alineados con la extrema derecha.
No sé si serán los años o las circunstancias del presente, pero cada vez me siento más español cuanto más lejos estoy de España. En mis correrías por gran parte del mundo, he tenido la oportunidad de realizar algunos gestos que a muchos les pueden parecer infantiles. En más de un hotel donde lucían las banderas de muchos países y observaba la falta de la española me he dirigido a la recepción para pedirles amablemente que pusieran la bandera de España, constitucionalmente refrendada. No quisiera que para sentirme verdaderamente español tuviera que exiliarme para huir de esta atmósfera asfixiante que han creado los fundamentalistas hispánicos. Como dice la última estrofa de Mi querida España: quiero ser tu tierra, quiero ser tu hierba, cuando yo me muera.
José Antonio Martín Pallín es comisionado español de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra) y abogado. Ha sido fiscal y magistrado del Tribunal Supremo.
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Gracias, tocayo, por esta reflexión tuya que he leído mientras acariciaba, como si fuera libre, a mi vieja «vietnamita». Hace tiempo, le había perdido la pista. Desde luego, por los servicios prestados a la liberad de expresión, su foto debería estar incluida en mi último libro «La prensa libre no fue un regalo». La olvidé. Otra injusticia.
He vuelto a escuchar, como si estuviera viva, la dulce voz de Cecilia. La conocí en el piso de Jesús Torbado de Moratalaz, en 1971 (estábamos preparando el lanzamiento de Cambio 16, en plena Dictadura). Un grupo de amigos, sentados el suelo de la salita de estar, quedamos embobados por aquella chica que nos cantaba con el corazón. Vino acompañada por Joaquín Díaz, un genio rastreador de canciones del pueblo. Recital inolvidable. Como inolvidable es mi «vietnamita» de aquellos tiempos… convertida hoy en juguete de mi nieto Leo.