Le acabo de pedir a mi amigo Manolo Saco que guarde algún párrafo de la despedida de su hermano adoptivo Ramón Lobo (que copio y pego, a continuación) para que lo repita en mi obituario.
Nuestro Ramón tenía dos familias, la biológica y la adoptiva. En una de sus obras (no recuerdo si fue en «Todos náufragos» o en «La ciudades evanescentes»), Lobo le dice a su madre que va a visitar a su hermano Manolo a Ourense. La madre, ya muy mayor, le replica: «No sabía que tú tuvieras un hermano». El hijo se lo explica así a su madre: «Mamá, yo tengo dos familias, una biológica y otra adoptiva. Y tú estás en las dos». Ese es mi Ramón. El que se fue «por una senda clara» marcándonos un camino de esperanza. Adiós, querido Ramón. Me quedo con tu hermano Manolo a quien, por admiración y envidia (no sé en qué orden) yo llamo Mozart. Él me llama a mí Salieri. Y no le falta razón.
Con permiso de Manolo Saco y de Ignacio Escolar, director de eldiario.es, copio y pego a continuación, en mi blog de 20minutos.es, el obituario emocionante que Saco ha dedicado a su hermano Lobo.
eldiario.es
Un selfi con Ramón Lobo
- La muerte fue para ambos un tema recurrente desde que nos hicimos hermanos, hace de esto 34 años. Él la había visto de cerca decenas de veces, y sabíamos que hablar de ella era la receta mejor para aventar el miedo. Estaba preparado
6 de agosto de 2023 22:21h
Actualizado el 07/08/2023 05:30h
Creo que ya todos lo sabéis: desde el miércoles 2 de agosto, el mundo es un poco peor. Al filo de la medianoche de ese día, se dejaba morir el periodista Ramón Lobo, mi hermano del alma. Se iba feliz, amarrado a un respirador y un gotero, meciéndose tranquilo en un mar de endorfinas que aliviaban su marcha hacia el paraíso de los ateos. El único cierto, donde no te espera ningún dios bárbaro y vengativo para ajustar cuentas.
Dos días antes de su marcha, a modo de despedida, quiso que nos encerráramos a solas en su casa durante más de dos horas, para consolarnos el uno al otro. Él, en verdad, no pedía consuelo, pero intuía que los amigos como yo necesitábamos el último aliento de su voz, el guiño cómplice de sus ojos claros, como provisión para seguir viviendo sin él. En un trance tan definitivo, sus palabras adquirían un valor doble.Los amigos éramos su familia elegida. Y en ella me tocó ser su hermano mayor. Horas antes del encuentro, me preguntaba cómo afrontar la conversación con un condenado a muerte, sin caer en los tópicos o en la lágrima traicionera, cómo elegir las palabras exactas que estuviesen a la altura de la gravedad del momento y que sirviesen de bálsamo para ambos a un tiempo. Sobre todo para mí.
Con Ramón Lobo resultó muy fácil. Había visto la muerte tan de cerca en los combates de los que fue testigo como corresponsal de guerra, que me describía esta batalla suya, definitiva, como el observador que toma nota y que ya apenas puede hacer nada por solucionarlo. Y allí me encontraba yo, hablando con él de nuestras vidas y nuestras muertes, sin desazón, como dos profesionales con las piernas colgando al borde del precipicio, que se podían permitir perder el escaso tiempo que les quedaba.
Nos hicimos un selfi de despedida, y con el aliento que le proporcionaba el oxígeno enchufado a su nariz, tuvo fuerzas y humor para sonreír, al tiempo que hacía el signo de la victoria con dos dedos de su mano izquierda. Solo un tipo como él es capaz de invocar la victoria cuatro días antes de enfrentarse al pelotón de la muerte. “Por cierto, no publiques esta foto antes de que me haya ido”, me advirtió a continuación, como una última lección de ética periodística. Pensaba guardarla para mí, por pudor, pero creo que acababa de insinuarme que debía darla a conocer, como una lección de cómo hay que irse de este mundo, con elegancia, sin pataletas, agradecido a la vida y mofándose de la muerte.
Por mor de suavizar el trance, le recordé una de mis sentencias favoritas: “He decidido no ir a los entierros de mis amigos porque sé que ellos ya no vendrán al mío”. Se rio con un golpe de tos, y apenas me oyó aclarar a continuación que con él iba a hacer una excepción, porque, más que un amigo, era un hermano, y que entendía sus disculpas. Nunca hagáis el intento de sonsacarle una sonrisa o una carcajada a un condenado a muerte: os advierto que Ramón Lobo era único en su especie.
Hablamos de sus dos gatos, su familia más cercana, su compañía fiel, extrañamente mimosos, arremolinados a nuestro lado como si supiesen que algo grave ocurría en aquel trance. Y repasamos con la mirada su biblioteca, los recuerdos de sus viajes, los cuadros clavados en las paredes… Y le recordé el poema de José María Valverde, la Elegía para mi muerte, en el que vaticinaba: “Se quedarán mis cosas sin mí desconcertadas”. Y abrió los ojos como platos mirando en derredor, al tiempo que me pedía que se los enviase por WhatsApp, porque estaba rematando el último capítulo del libro que tenía entre manos.
Esto ocurría a las 18:42 del sábado 29 de julio. Moría cuatro días después. No sé si le faltó tiempo, porque escribir el último capítulo de un libro cuando estás en el último capítulo de tu vida me parece toda una proeza. La muerte fue para ambos un tema recurrente desde que nos hicimos hermanos, hace de esto 34 años. Él la había visto de cerca decenas de veces, y sabíamos que hablar de ella era la receta mejor para aventar el miedo. Estaba preparado. Solo le asustaba el dolor… y la alegría que le damos a los enemigos con nuestra muerte.
Cuenta María, su viuda, que cuando los médicos de paliativos le preguntaron cómo quería morir, Ramón demostró que tantos años de preparación habían servido para morir con dignidad. “Al final -les dijo- no soy un impostor”.
Y se fue. Sin más.