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La libertad, palabra a palabra (Cambio 16 y Doblón, 1971-76)

Encontré esta charla, enterrada en mi sótano, que hoy podría interesar a quienes no vivieron la Transición:

Hace unos días, (en diciembre de 2007) presenté una ponencia en Almería sobre la conquista de la libertad, palabra a palabra, durante el final de la Dictadura (1971-1976).

Portada de Doblón. 1975
Portada de Doblón. 1975

Fue en el Congreso sobre “Los medios de comunicación en la Transición”, organizado por la Universidad de Almería. Entre los asistentes había muchos jóvenes historiadores y estudiantes de Historia interesados en casos concretos de choques entre la prensa y la censura. Tuve que hacer memoria y conté algunos ejemplos.

Se corrió la voz y algunos compañeros me han pedido ahora que les envíe el texto de la charla.

Puesto que la llevaba escrita, me resulta más cómodo y fácil copiarla y pegarla en el blog, con la advertencia previa (especialmente destinada a los lectores más confiados o despistados) de que es muy larga (más de 20 minutos) y de que va destinada a los interesados en la historia de la prensa al final de la Dictadura de Franco.

El que avisa no es traidor.

Ahí va:

Conquistando la libertad palabra a palabra (1971-1976)

Cambio 16, Doblón e Historia Internacional

José A. Martínez Soler

Director General de 20 minutos

Profesor Titular de Economía Aplicada de la Universidad de Almería

No hay comida gratis, no hay sexo gratis y tampoco hay palabra gratis. Las palabras no son inocuas. Tienen coste y precio, dejan beneficio o pérdida, según las circunstancias. Perdón por empezar con asuntos tan económicos. (Lo del sexo lo utilizo sólo para despertar a los heroicos asistentes a esta ponencia en la hora difícil de la siesta.).

Hablo del coste, precio, beneficio o pérdida correspondiente a las palabras para advertirles de que, aunque fui fundador y director de la revista mensual “Historia Internacional” (1974-1976), adoro la historia y envidio a los historiadores, pero soy completamente ajeno a esta disciplina tan hermosa como escurridiza.

Portada de Doblón. 1 de noviembre 1975
Portada de Doblón. 1 de noviembre 1975

Fundé y dirigí esa revista de historia para poder informar sobre los problemas de la actualidad en la España de mediados de los años 70, situándolos en otro lugar y en otra época. Cuando escribíamos sobre la tiranía del rey felón no nos referíamos precisamente a Fernando VII sino, indirectamente, a Franco. Cuando publicábamos algo sobre la dictadura de los coroneles en Grecia estábamos hablando, naturalmente, de Franco.

La historia y el área internacional fueron nuestros refugios oportunos para describir la realidad española del momento, pero situándola en otro tiempo histórico y en otro espacio geográfico. Por eso se llamó “Historia Internacional” que equivalía, en realidad, a “Actualidad Nacional”. La complicidad y la inteligencia de nuestros lectores ponían el resto.

Por tanto, ni he sido ni soy historiador. Ya me gustaría. Mi área de conocimiento es la Economía Aplicada y, quizás, algo también del Periodismo. Estoy aquí, ante ustedes, con el único título de amigo del profesor Rafael Quirosa y, quizás, como testigo personal y profesional de una época apasionante, aunque demasiado reciente (y aún caliente) para la investigación histórica.

No obstante, trataré de serles útil, relatando algunos hechos o acontecimientos en los que tomé parte directa, o en los que solamente fui testigo (a veces, involuntariamente), en lugar de ofrecerles una ponencia con análisis científicos y citas académicas que permitan explicar tales hechos.

Portada de Doblón, noviembre 1974
Portada de Doblón, 23 noviembre 1974

Con más anécdotas que categorías, intentaré describir una realidad concreta: el papel de la prensa (exactamente de tres medios: Cambio 16, Doblón e Historia Internacional), a través de la conquista de algunas palabras, en los últimos años de la Dictadura de Franco.

Cada vez que hablamos de conquistar la libertad “palabra a palabra”, suelo recordar una anécdota que me ocurrió en 1972 o 1973, siendo redactor-jefe y director en funciones del semanario de Economía y Sociedad “Cambio 16”, cargos que ejercí desde su fundación en 1971 hasta la primavera de 1974. Habíamos fundado el semanario el 22 de septiembre de 1971 –yo procedía del diario Arriba, donde trabajé en los últimos meses de la mili- y al principio no nos tomaron muy en serio.

Del número 1 de Cambio 16 imprimimos 2.000 ejemplares y vendimos 800. Todo un éxito. Solo teníamos permiso para escribir de economía, y nada de política. Pero los conflictos laborales ya emergentes tenían contenidos económicos.

Por eso, en una información sobre una huelga relevante y sonada (creo que fue la de Motor Ibérica, tras el despido de Marcelino Camacho), nos atrevimos a titular en las páginas del pliego central con la palabra “huelga”. Aquel osado ejemplar no pasó la censura. La policía secuestró la tirada completa y precintó las planchas en la imprenta Altamira. El Gobierno inició los trámites para un expediente contra mí, como responsable editorial máximo, y contra la empresa editora.

En cuanto tuve noticia del secuestro –algo bastante frecuente en aquellos años, casi uno al mes- telefoneé al director general de Prensa y jefe máximo de la censura franquista, Alejandro Fernández Sordo. Por cierto, Sordo -¡qué gran apellido para un censor!-, en cuanto se puso al teléfono, me echó una bronca, en tono paternalista, recordándome que la palabra “huelga” no se podía utilizar en la prensa española sencillamente porque en España no había huelgas, ya que estaban prohibidas por ley.

Le pregunté:

-¿Cómo le llamo entonces a lo que está ocurriendo esta semana en Motor Ibérica?,

El jefe de la censura me replicó:

“Cualquier cosa menos huelga”, “Llámale “paro”, como otras veces, o “cese temporal de producción” o mejor “paro técnico”.

No pude convencerle. La palabra “huelga” no pasó el filtro de la censura. Seguía en la lista de palabras tabú del Ministerio de Información. Y nosotros dimos un paso atrás. Tuve que retirar el pliego central, donde estaba aquella información, con una especie de “desencuadernadora manual” muy ingeniosa, y sustituirlo por otro pliego sin la palabra huelga. Solo así pudimos distribuir la revista con el retraso y el extra coste correspondiente.

Recuerdo muy bien esta anécdota porque unos años más tarde, muy poco después de la muerte del dictador, Fernández Sordo fue nombrado ministro de Sindicatos (creo que fue en el Gobierno Arias). Una de sus primeras declaraciones como ministro fue realzada por el diario Pueblo (propiedad del sindicato vertical franquista) con grandes caracteres tipográficos. Este fue el titular del diario Pueblo, casi a toda página, que me hizo sonreír:

Fernández Sordo: “A partir de ahora, a la huelga la llamaremos huelga”

Hubo palabras y expresiones que, una vez que superada la censura, pasaban a engrosar el diccionario legal de los periodistas. Se trataba de aplicar el procedimiento de “prueba y error” bastante aceptado en todo proceso científico.

También había personajes tabú. La sola mención del nombre de don Juan de Borbón (o solamente don Juan) era motivo de secuestro inmediato. Y con el príncipe Juan Carlos de Borbón, aunque era aspirante a suceder al dictador, a título de Rey, debíamos andarnos con suma cautela pues doña Carmen Polo de Franco estaba al acecho para degradarle y poner al marido de su nieta, Alfonso de Borbón, en su lugar.

A principios de octubre de 1972, –Cambio 16 tenía ya un año de vida-, recibí una comunicación de la Agencia Efe que me pareció rara. En ella advertía a todos sus abonados de que la noticia distribuida con el número tal había sido anulada y no podía ser publicada. Busqué la referencia y era una noticia anodina y aburrida sobre el viaje de los príncipes Juan Carlos Sofía Alemania. A simple vista, carecía de interés.

Llamé a Michael Vermehren, corresponsal de la televisión alemana ZDF en España, y le pregunté si había ocurrido algo especial que justificara la anulación de la noticia oficial de EFE. Me dijo que no y que había gustado mucho la entrevista que él mismo le había hecho al príncipe sobre España en el Mercado Común. Le interrumpí inmediatamente:

-“¿Cómo? ¿Qué el príncipe Juan Carlos habló de España en Europa en la televisión alemana? Por favor, busca el texto completo de la entrevista y espérame. Voy ahora mismo hacia tu casa.

En cuanto leí la traducción de la entrevista llamé a mi consejero delegado, Juan Tomás de Salas, para contárselo y para decirle que, si nos atrevíamos, era un tema arriesgado pero de portada. Estuvo de acuerdo.

Llamé al dibujante Ortuño y le pedí una caricatura urgente y a todo color (“nada cruel”, le dije) del príncipe Juan Carlos para portada. Alfonso Ortuño me tomó por loco. Jamás se había publicado en España algo así. Era un salto cualitativo en imagen. Pero lo más sorprendente era el contenido de una pregunta y su respuesta:

Televisión alemana:

-“Desea Vuestra Alteza Real que España entre en la CEE, aceptando las consecuencias políticas que esto implique?”

Juan Carlos de Borbón, príncipe de España:

-“Sí, lo deseo. Porque creo que conviene a España y a Europa. Ahora bien, el momento debe ser el apropiado, pues una integración demasiado rápida podría ser peligrosa para muchos”.

Con eso ya teníamos titular de portada: un globito que salía de la cabeza del príncipe con esta arriesgada afirmación:

“Europa, sí”

Desgraciadamente, el instinto no me falló. El gran censor, Fernández Sordo, me llamó en cuanto recibió en el Ministerio de Información los diez ejemplares obligatorios de Cambio 16 con la caricatura principesca gritando “Europa, sí”.

Portada de Cambio 16 del 9 octubre de 1972
Portada de Cambio 16 del 9 octubre de 1972

Europa”, debo recordar para los más jóvenes, era entonces simple y llanamente sinónimo de “democracia”. O sea, mentar la cuerda en casa del ahorcado.

El censor me llamó de todo y me dijo que era gravísimo y que iba a dar órdenes a la policía para que secuestrara todos los ejemplares antes de salir de la imprenta y precintara las planchas.

Y concluyó su bronca con esta pregunta, hecha en un tono sorprendentemente lastimoso:

-¿Por qué me haces esto?.

No se de donde saqué fuerzas. Creo que defendía mi exclusiva, más que el futuro europeo y democrático de España. Le repliqué:

-“Usted verá lo que hace, pero no creo que el príncipe haya hechos estas declaraciones por su cuenta y riesgo, sin pedir permiso a nadie. Además, si secuestra hoy las palabras del príncipe, ¿cómo se lo piensa usted explicar a él cuando sea Jefe del Estado con el título de Rey? Usted verá lo que hace.

La policía tardaba mucho en llegar a la imprenta y todos manteníamos los dedos cruzados. A las pocas horas, recibí la llamada de Fernandez Sordo que, muy cortésmente, casi versallesco, me dijo que se había esforzado mucho para que no me ocurriera nada y que había conseguido “personalmente” que Cambio 16 pudiera llegar a los quioscos.

Durante muchos meses, tanto la prensa inmovilista como la aperturista estuvieron hablando de este asunto al que se referían enigmáticamente como “la pregunta”. Creo que la caricatura original de Ortuño aún cuelga en alguna pared del despacho privado del Rey.

Aunque la Dictadura, plenamente vigente entonces, no estaba prohibida, la palabra que mejor podía definirla, “dictadura”, aplicada al régimen de Franco, estuvo en la lista negra hasta la muerte del dictador. Hicimos algunos intentos para colarla a la censura, pero todos fueron coronados por el fracaso.

Este fin de semana –con motivo de la celebración del Thanksgiving Day– he tenido el privilegio de tener unos días en mi casa a Gabriel Jackson, el historiador – a mi juicio- que mejor ha dado a conocer al mundo entero “La República Española y la guerra civil”. Comentamos juntos el motivo de esta charla en Almería y recordamos nuestra correspondencia en 1974 y 1975 en torno a un excelente artículo que yo le había pedido para el mensual “Historia Internacional” sobre un balance del franquismo después de la flebitis de Franco. No había que ser un lince para sospechar que la muerte rondaba ya al tirano.

En cuanto leí el manuscrito del profesor Jackson supe que no pasaría la censura. Experimentado como era yo, pese a mi juventud, en el arte de escribir entre líneas y de sortear con humor a la severa censura (es sabido que los censores carecen de humor propio) le propuse a Gabriel que probáramos a quitar algunos párrafos y a cambiar algunas palabras. El titulo de su artículo (“La dictadura”) presagiaba lo peor.

Confiando en el posibilismo de quienes crecimos en el exilio interior, le dije que “publicar algo suyo en España era mejor que nada”. Sin embargo, conociéndole un poco, presumía su respuesta.

-”El artículo –me respondió- debía publicarse integro ahora o esperar hasta que hubiera libertad en España para poder publicarlo”.

Imprimirlo así, sin someterlo a la censura previa (llamada “consulta voluntaria”), hubiera sido un suicido económico. Sobretodo porque no era un artículo para el pliego central –fácil de desencuadernar, para salvar el resto en caso de secuestro- sino para lucirlo a toda página en la portada de la revista. Decidí, pues, someterlo a censura previa para poder publicarlo sin riesgo de secuestro y/o expediente administrativo o procesamiento judicial.

Tal como me temía, no tuve éxito. El censor marcó con su lápiz fatal los párrafos y palabras que, a su juicio, eran “inconvenientes”. No le dije nada al profesor Jackson. Le escribí a La Joya para decirle que ojalá tuviéramos pronto libertad de expresión en España para poder ofrecer su artículo completo a nuestros lectores. Y metí en un cajón el manuscrito inédito.

Meses más tarde, recién muerto Franco, quiso el azar, y la perseverancia de uno de mis redactores, Fernando González, que Serrano Súñer, ex ministro de Asuntos Exteriores de Franco durante los tiempos más duros de la postguerra española y de la II Guerra Mundial, nos concediera una larga entrevista exclusiva en la que hacía balance del régimen de su cuñado. Nada sospechoso había en aquel viejo nazi para los censores de Franco, quienes seguían en activo pero ya buscaban el calorcillo del nuevo régimen del sucesor a título de Rey.

La primera vez que se aplicó al régimen la palabra Dictadura (Feb. 1976)
La primera vez que se aplicó al régimen la palabra Dictadura (Feb. 1976)

El caso es que, bajo la protección del “respetadísimo” nombre de Serrano Súñer, “Historia Internacional” fue la primera revista española que publicó un amplio reportaje titulado “La Dictadura”, tal como el entrevistado había definido, con sus propias palabras, al régimen franquista al que tanto había servido. Fue en el número de febrero de 1976, dos meses después de la muerte de Franco y bajo el Gobierno igualmente dictatorial de Arias Navarro.

La palabra “dictadura” había salido de la lista negra y había pasado a ser legal. Animados por este precedente, aprovechamos la ocasión para publicar en portada el artículo de Gabriel Jackson que conservaba en la nevera y con el mismo título que la entrevista de Serrano Súñer. Mano de santo. Nadie puso pegas a “La Dictadura”. De modo que, partir de entonces, a la dictadura la llamaríamos dictadura.

Les parecerán triunfos pequeños, casi ridículos, los de ganar trocitos de libertad palabra a palabra, (huelga, dictadura, etc.), pero les aseguro que no estaba el horno para bollos. Cada palabra ganada para la libertad de expresión era un paso de gigante en dirección a la ansiada democracia. “Democracia” (¡ay!), otra palabra “inconveniente” si no iba convenientemente adjetivada por la palabra “orgánica”; es decir, la que le salía al dictador de sus órganos.

Un año antes, el 8 de febrero de 1975, dimos uno de esos imprevisibles pasos de gigante en la crítica política al régimen franquista. Acertamos a colar una palabra clave en el semanario Doblón, que yo dirigí desde su fundación en 1974 hasta mi práctica huída a la Universidad de Harvard en el verano de 1976.

(El 2 de marzo de ese año fui secuestrado a punta de metralletas, torturado y sometido a un fusilamiento simulado por un artículo sobre las purgas de mandos moderados en la Guardia Civil, lo que aceleró mi salida de España).

Pusimos de moda la palabra "bunker", en febrero de 1975, con Franco vivo.
Pusimos de moda la palabra «bunker», en febrero de 1975, con Franco vivo.

Sin prever su enorme éxito, publicamos en vida de Franco una información sobre el Consejo Nacional del Movimiento con el título “Síntomas de bunker”, que pareció bastante inofensivo para la censura.

Bunker” fue una gran palabra ganada por Doblón para la democracia y que funcionó de maravilla, gracias al boca a boca. Pronto se convirtió en sinónimo de los restos más decrépitos de la dictadura, “bunkerizados” en torno al dictador, como ocurrió con el Tercer Reich en los últimos días de su aliado Adolf Hitler. “Bunker” olía ya a derrota inminente, a final de una época.

Los demás medios de comunicación asumieron inmediatamente “bunker” como una palabra mágica, sinónimo de los residuos más asustadizos y/o recalcitrantes de la dictadura. Decir el “bunker” equivalía, pues, a decir la “dictadura” sin riesgo de secuestro. Y todo el mundo lo entendía. La idea de aplicarlo al régimen nos vino después de haber jugado en Doblón con otra información de la sección de Economía titulada “El Bunker Español de Crédito”. El humor tenía que sustituir muchas veces a la falta de datos o a la prohibición de publicarlos.

Portada de Doblón (5-07-75)
Portada de Doblón (5-07-75)

El ambiente laboral era ya muy conflictivo y Comisiones Obreras ya había colocado a muchos de sus militantes dentro del sindicato vertical. Los fascistas Blas Piñar Girón denunciaron la presencia de “enanos infiltrados” en las instituciones del régimen.

En Doblón hicimos entonces una portada histórica, por arriesgada: dimos la victoria a los “enlaces sindicales” rupturistas (o sea, de izquierdas) y a los verticalistas aperturistas. Ambos habían derrotado a los verticalistas inmovilistas (o sea, fascistas). Pusimos en portada a unos enanitos de Blancanieves pintando de rojo el edificio del sindicato fascista. El título de portada era:

Elecciones sindicales:

Ha ganao el equipo colorao

En una ocasión, tuvimos datos muy fiables, de fuente muy solvente ya que procedían de un estadístico del INE, que luego fue un gran político, sobre los parados en España.

Secuestros y expedientes contra Doblón
Secuestros y expedientes contra Doblón

El título del reportaje era “Un millón de parados”.

En plena crisis del petróleo, no reconocida oficialmente, la revista Doblón del 13 de septiembre de 1975 fue secuestrada y yo fui expedientado “por faltar a la verdad”.

Dos semanas más tarde, el 27 de septiembre de 1975, eran ejecutados cinco terroristas, tras ser condenados a muerte en unos consejos de guerra típicamente franquistas, o sea, sin garantías de juicio justo. Desde mi casa oí los disparos del pelotón de fusilamiento. Un año antes, tres semanas después del espíritu aperturista del 12 de febrero de 1974, hubo otras dos ejecuciones, éstas a garrote vil.

El régimen se movía, materia de prensa, en un zigzag imprevisible, según actuaran los inmovilistas o los aperturistas. Tan pronto mostraba manga ancha en unos temas, lo que alimentaba nuestro atrevimiento, como daba cerrojazo y marcha atrás. En esos movimientos espasmódicos de tira y afloja, era muy peligroso caminar contra corriente.

Había un sistema de control, como la Inquisición, con apariencia de legalidad, que disponía de gran variedad de instrumentos: licencias de editor, carné de periodista, consulta voluntaria, secuestro de publicaciones impresas, expedientes administrativos, tribunales especiales como el de Orden Público, de Honor, consejos de Guerra, tribunales ordinarios, etc. Yo pasé por todos ellos varias veces. Pero lo que más miedo e inseguridad nos causaba eran las actuaciones arbitrarias, que se saltaban a la torera las propias normas dictatoriales establecidas.

Primera foto de Felipe Gonzalez publicada en España (31 Mayo 1975) en vida de Franco.
Primera foto de Felipe Gonzalez publicada en España (31 Mayo 1975) en vida de Franco.

No sólo de palabras vivía la censura. También se zampaba imágenes “inconvenientes” con glotonería. La primera vez que se publicó en España una foto de Felipe González, conocido entonces en la clandestinidad como “Isidoro”, en vida de Franco, fue en Doblón poco después del Congreso del PSOE de Suresnes. Fue el 31 de mayo de 1975 y en tamaño sello, a una columna. La noticia que ilustraba aquella foto exclusiva era que el líder del PSOE, procesado en España por dirigir un partido ilegal, había sido invitado a almorzar en Francia por François Mitterrand y en Alemania por Willy Brandt.

La siguiente conquista consistió en publicar la misma foto de Felipe González en la portada del semanario, dentro de una pantalla ficticia de televisión, pero con los ojos cubiertos por una banda rectangular negra, pretendiendo evitar su identificación. Esa foto se convirtió en un icono de la futura democracia española. Parece que la estoy viendo.

A medida que nosotros experimentábamos la escritura ingeniosa entre líneas y metáforas, los censores de la dictadura también aprendieron, a la par que nosotros, a leer entre líneas y a descifrar enigmas poco sutiles.

No sólo perseguían a los medios de comunicación “aperturistas”, poco fervorosos en el aplauso al dictador, sino a los periodistas desafectos al régimen, que no seguían fielmente sus consignas, y a los políticos de la oposición clandestina, disfrazados de periodistas y confundidos con ellos.

La confusión –casi compadreo o chalaneo- entre periodistas y políticos fue, desde luego, muy eficaz en la lucha contra la dictadura. Sin embargo, tuvo un alto precio, sobretodo para quienes elegimos el periodismo en libertad en lugar de dedicarnos profesionalmente a la política. Esta confusión de papeles pasó más tarde factura a la prensa, en términos de credibilidad, durante la democracia. No obstante, creo que, a pesar del alto precio, valió la pena.

El bunker quedó como sinónimo de franquismo.
El bunker quedó como sinónimo de franquismo.

Una de las palabras que pudo haberme costado un juicio bajo la acusación grave de “apología del magnicidio” fue “tirano”.

Hurgando en mi sótano, en busca de tesoros para la historia de la prensa en la transición, no he podido encontrar aún el ejemplar de Historia Internacional de noviembre de 1975, con Franco ya enfermo. Fue secuestrado por un artículo sobre Pablo Iglesias y provocó la citada acusación del fiscal contra mí ante el Tribunal de Orden Público.

El presunto delito consistía en haber publicado unos textos de Pablo Iglesias, fundador del PSOE, entre los que se podía leer la afirmación de que “el tirano merece la muerte”. Tras el magnicidio de Carrero Blanco y la enfermedad del dictador, el fiscal y el ministerio de Informaciónpensaron, con exceso de celo, que nos estábamos refiriendo a Franco. Sin embargo, en la revista se decía claramente que esa frase fue pronunciada por Pablo Iglesias en 1904, tras el asesinato de Pelve, ministro del zar de Rusia.

En mis declaraciones ante el juez del Tribunal de Orden Público, en las Salesas, donde hoy está el Tribunal Supremo, recurrí a la muy socorrida doctrina tridentina de la Iglesia. El Concilio de Trento admitió que el tirano merecía la muerte. Por eso dije que, por un lado, yo seguía las enseñanzas de la “Santa Madre Iglesia” y que, por otro lado, Pablo Iglesias se refería obviamente, en 1904, a aquel ministro del zar de Rusia y a nadie más.

Tras un largo y minucioso interrogatorio, no exento de cierta socarronería, el juez –creo que se llamaba Villanueva o algo así- decidió archivar la causa por “apología del magnicidio” sin llegar a juicio y, en lugar de mandarme a la cárcel, me mandó ir a casa. Cuando me disponía a salir de la sala, a punto de cruzar el umbral de la puerta, oí que el juez comentaba a alguien, en voz tan alta que yo pude oír claramente, algo que me dejó estupefacto. Al dar carpetazo al asunto, dijo:

“El que se pica ajos come”.

Para mi fue un signo claro de los nuevos tiempos. Unas semanas mas tarde, el 20 de noviembre de 1975, a las 5:25 de la mañana, murió el tirano en su cama del Hospital de La Paz.

El número extra de Doblón con esta gran noticia fue secuestrado y yo fui expedientado. La portada era el sello de Correos de dos pesetas de Franco, en color rojo-anaranjado, con un titular escueto:

Ha muerto

Portada con el sello de 2 pesetas (22 nov. 1975)
Portada con el sello de 2 pesetas (22 nov. 1975)

El problema no fue Franco sino sus herederos, por un artículo, titulado “La familia”, firmado por Margarita Sánchez y por Luisa Cortés, hoy dueña de la tienda “Hierbaluisa” de Almería. Decían en él que doña Carmen Polo de Franco era “una mujer inteligente y despierta para los negocios”.

Me contaron que el dirigente fascista García Carrés andaba gritando en Las Cortes:

-“¡Han ofendido a la señora, han ofendido a la señora!”

Después de muchas horas de gestiones desesperadas, salvamos el número extra de milagro. Fue gracias a la intervención indirecta del Rey, de una de sus hermanas (que le llevó personalmente mi respetuoso escrito pidiendo S.OS. y del sobrino del dictador, Nicolás Franco Pascual de PobilFranco estaba aún de cuerpo presente en el Palacio de Oriente que, como se sabe, está situado en el Occidente de Madrid.

Salvar y distribuir ese número especial de Doblón, con la noticia más esperada del siglo, fue también otra buena señal de los nuevos tiempos.

—-

Pero esos nuevos tiempos iban a traerme sorpresas muy desagradables (que antes mencioné de pasada) por un asunto que, debido a su gravedad y trascendencia, entre el ruido constante de sables, andaba yo entonces investigando personalmente.

Portada del 14 de feb. 1975 que motivó mi secuestro.
Portada del 14 de feb. 1975 que motivó mi secuestro.

Se trataba de comprobar en los boletines oficiales del Ejército las filtraciones que iba recibiendo por teléfono de una fuente anónima sobre los traslados de generales, jefes y oficiales de la Guardia Civil, conocidos por sus posiciones moderadas y no comprometidos con el “bunker” franquista.

Como se sabe, la Guardia Civil era un Cuerpo militar en permanente estado de alerta y movilización, sin necesidad de que el Gobierno declarara el estado de guerra o de excepción. El Ejército no se podía mover sin un decreto del Gobierno, pero la Guardia Civil, por su doble naturaleza policial y militar (como se vio mas tarde en el Golpe del 23-7 de 1981), no precisaba tal decreto para movilizarse. Solo la orden de su director general. Nosotros seguíamos muy de cerca todos los nombramientos militares y eclesiásticos: los generales Díez Alegría Vega Rodríguez y el cardenal Tarancón, en un lado, los generales Campano García Rebull y monseñor Guerra Campos, en el otro. Recuerden que eran los tiempos en que los fachas gritaban de “Tarancón, al paredón”

Hoy parecería una información poco interesante pero, en los estertores de la dictadura, la estimábamos como algo clave para descifrar nuestro futuro. Por eso, valoramos extraordinariamente la sustitución repentina del general Vega Rodríguez por el general Campano López, al frente de la Guardia Civil, en el primer Consejo de Ministros que se reunió sin la presencia de Franco, ya enfermo.

Pude confirmar que eran ciertas las filtraciones, recibidas por teléfono de una fuente no identificada, y decidí publicar el reportaje el 11 de febrero, a los dos meses y pico de la muerte de Franco y en medio de un permanente ruido de sables que amenazaba con mantener al “bunker” en el poder.

Foto de las torturas publicada en la prensa inglesa
Foto de las torturas publicada en la prensa inglesa

Hace 30 años, en el otoño de 1976, conté por primera vez en público el secuestro, torturas y fusilamiento simulado que sufrí por la publicación en el semanario Doblón de ese artículo mío sobre traslados de altos mandos en la Guardia Civil. Aquel artículo descubrió y frenó parcialmente la purga de militares demócratas iniciada por los franquistas tras la muerte del dictador Francisco Franco.

Todo eso lo conté entonces en la Senior Common Room de la Kirkland House de Harvard, a la que estaba afiliado. Trataba de explicar entonces a mis colegas de la Universidad de Harvard (EE UU), aún con la piel dañada por las quemaduras de mis torturadores, por qué el periodismo era entonces la segunda profesión más peligrosa de España. (Después, naturalmente, de la del torero)

Han pasado 30 años y, aunque tenía el recuerdo grabado en mi mente, jamás había escrito una sola línea sobre aquellos sucesos de terrorismo paramilitar o terrorismo de Estado hasta que mi familia me animó hacerlo el año pasado. Lo escribí para el Nieman Report de la Universidad de Harvard y luego me envalentoné y lo amplié en mi propio blog personal (http://blogs.20minutos.es/martinezsoler) con algunas fotos inéditas tomadas en el hospital

http://blogs.20minutos.es/martinezsoler/post/2006/04/13/mi-secuestro-hace-30-anos

A partir de ese acontecimiento, trato ahora de reflexionar aquí sobre las causas y consecuencias del ejercicio del periodismo, sometido a censura oficial o en tiempos difíciles para la libertad de expresión. El caso de España, en la transición de la dictadura a la democracia, es, desde luego, paradigmático.

Afortunadamente, el lector puede ser inculto pero no es estúpido. Sabe que la fuente suprema de información en una dictadura es el dictador. Por tanto, desconfía de la prensa oficial y cree muy poco de lo que publican los periodistas sometidos a censura y a amenazas. Es una actitud saludable que le ayuda a descubrir hechos y opiniones escritos entre líneas.

Los periodistas somos también seres racionales –por mucho que cueste creerlo- y establecemos un hilo de plata con nuestros lectores, a través de guiños cómplices, sutilezas, humor y escritura figurada entre líneas, que frecuentemente resulta invisible para los censores de la dictadura que no pueden controlarlo todo.

Las dictaduras carecen de corazón pero sobretodo carecen de sentido del humor. Se desarrolla así una nueva cultura subterránea de comunicación, con una técnica refinada y enriquecida por eufemismos y parábolas, que, como digo, permite sortear parcialmente el control oficial y transmitir mensajes entre periodistas y lectores con el menor riesgo posible,.

Así fuimos conquistando la libertad de expresión, palabra a palabra, bajo la larga dictadura del general Franco.

Con la democracia, el diccionario de la Lengua Española volvió a entrar en vigor, sin que su uso acarreara serios peligros para el periodista.

En una ocasión, la policía nos permitió distribuir el semanario Doblón, una vez que corté varios párrafos censurados sobre la minas de fosfatos en el Sahara (entonces español) y rellené los huecos con trozos de fotos repetidas de Fosbucraa. Un desastre de diseño. Otras veces el corte no era tan fácil y el lector debía imaginar lo que se había censurado para hacer tan incomprensible el artículo. La imaginación del lector solía ir más allá de lo que decía texto original.

Pero la dictadura aprendió a leer entre líneas.

Fui procesado docenas de veces por llamados “delitos de prensa” o “de opinión”, por tribunales “de honor” y militares. Las multicopistas y las reuniones eran perseguidas por igual. Por el artículo sobre la Guardia Civil fui procesado por la Justicia militar, pese a ser civil, acusado de sedición.

Recordé a Clemenceau:

“La Justicia Militar es a la Justicia lo que la Música Militar es a la Música”.

No fui juzgado en Consejo de Guerra, gracias a la intervención directa del capitán general de MadridVega Rodríguez, que incluyó mi caso en la amnistía para delitos de prensa, decretada oportunamente por el rey Juan Carlos en 1976, y a la intervención indirecta de la Universidad de Harvard al galardonarme con la Nieman Fellowship. El telegrama del presidente de la Nieman Foundation de Harvard fue mano de santo para obtener el sobreseimiento de mi procesamiento por sedición y que, por tratarse de un “delito militar”, no estaba amparado por la amnistía del Rey.

Sabíamos que cada palabra y cada imagen impresa contra la voluntad del dictador cobraban nueva vida en la sociedad española. Todos esos vocablos e imágenes reconquistados iban formando una escala que nos llevaba, palabra a palabra, hacia la libertad. Era un camino sin retorno hacia la democracia. Y esa convicción ética y política nos daba fuerza para resistir y avanzar.

Manifestación de periodistas contra mi secuestro y torturas.
Manifestación de periodistas contra mi secuestro y torturas.

No éramos valientes ni temerarios sino coherentes con nuestros principios. El valor principal de los periodistas, que luchábamos por escribir algún día en libertad, no era la valentía o el coraje sino la integridad para defender nuestros principios democráticos y nuestra voluntad de ser libres y dueños de nuestro futuro. Por eso merecía la pena asumir algunos riesgos. Pero no demasiados.

Éramos bastante prudentes. En algunos momentos, estábamos cagados de miedo. También éramos virtuosos del disimulo. Nos movíamos –y aún nos movemos- como un péndulo que busca el equilibrio entre la pasión por la verdad y el instinto de supervivencia (yo tengo tres hijos).

En realidad, no creo que los periodistas tengamos más méritos, al luchar por la libertad de expresión contra una dictadura, que los médicos o los abogados o los ingenieros que tratan de hacer bien su trabajo.

La diferencia está en que nosotros trabajamos con un material altamente inflamable o explosivo: las palabras que dan forma a las ideas y a las noticias. Y lo hacemos, además, en el escaparate que da a la calle.

Queríamos simplemente hacer bien nuestro trabajo, aún con herramientas escasas y muy caras. Y los riesgos debían ser asumidos como gajes del oficio. La vocación del periodista en la transición implicaba asumir, casi instintivamente, esos riesgos.

Procesado por "El último reducto del Opus"
Procesado por «El último reducto del Opus»

Por otra parte, la recompensa, si conseguías publicar lo que querías, era inmediata e intensa. No tenía precio. No sabría decir cuantas veces nos arriesgamos por conseguir y publicar una noticia peligrosa movidos por el coraje personal, por la vanidad o por la satisfacción de la obra bien hecha más que por la propia lucha política.

¿Tiene más valentía un periodista que asume riesgos para conseguir y publicar una noticia que un bombero que se juega la vida por hacer bien su trabajo? Hablamos de los mismos valores de todo ser humano.

Mi experiencia como periodista en dictadura y en democracia me confirma que el ser humano –sea o no periodista- busca siempre la libertad lo mismo que el agua busca la cuesta abajo. No hay muro que detenga esta voluntad de hablar y de escribir como si fuéramos libres. Ese esfuerzo no tiene mérito porque el premio es enorme: la satisfacción, casi zoológica, de nuestro instinto de supervivencia.

La dictadura franquista fracasó persistentemente con sus técnicas de censura. Controlaba las grandes placas tectónicas de la sociedad española, pero algunos podíamos comunicarnos con los demás a través de los intersticios incontrolados que había entre esas placas.

El ministro de Información de Franco, por ejemplo, prohibió tajantemente informar de la devaluación de la peseta en 1971. Por alguna razón, quería retrasar la noticia a toda costa. El telediario de Televisión Española, controlada por el Gobierno, prohibió mencionar bajo ningún concepto la caída del valor de la moneda española.

Las autoridades de la dictadura respiraron aliviadas cuando concluyó el telediario y salió en la pantalla el hombre del tiempo.

La dictadura no podía estar en todo y nadie le había advertido al inofensivo hombre del tiempo de la prohibición oficial (“viene de El Pardo”, nos decían) de hablar sobre la pérdida de valor de la peseta. Por tanto, nuestro hombre del tiempo inició su parlamento frente al mapa de isobaras diciendo que las temperaturas habían caída mucho en el norte de España pero no tanto como había caído la peseta, recién devaluada”.

Es difícil controlar todo y siempre. Hasta en las más siniestras mazmorras hay un lugar –por pequeño que sea- para la libertad. Y en ese resquicio siempre podremos aplicar la palanca liberadora.

Muchas gracias.

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Hoy, hace 38 años, pensé que me moría…

Hoy me desperté muy pronto pensando que ningún tiempo pasado fue mejor. Y con razón. Me dió por recordar aquel inolvidable 2 de marzo de 1976, casi al final de la Dictadura, cuando pensé que me moría, a los pocos días de haber comprado una parcela…

Mi secuestro, hace 38 años

13 abril 2006 Editar entrada

(Recopilación del capítulo I al IV, a petición de algunos amigos. Lo que sigue fue escrito por mi hace 8 años, al cumplirse los 30 años del secuestro. Aquellos delitos creo que ya han prescrito)

English version

(I)

Tuve que dar un frenazo en seco y en plena cuesta. Unos locos habían cruzado su coche en medio de la calle y me impedían el paso. Pensé que se les había calado allí mismo.

Miré por el retrovisor de mi R-12 color hueso, con la intención de dar marcha atrás y salir por mi calle (Francisco Cabo) a la autopista de La Coruña. Instintivamente, miré el reloj: las nueve de la mañana pasadas. Ya iba tarde para cerrar, en la imprenta de Alcobendas, los últimos pliegos del semanario Doblón.

Todo fue muy rápido. Tres o cuatro personas salieron del coche que me impedía el paso. Me pareció ver que sacaban bruscamente –“¡qué raro!”, pensé- unas bolsas de deporte. El atasco iba para rato.

Volví a mirar por el retrovisor, antes de dar marcha atrás, y vi a un hombre mayor, con pelo rizado y un poco cano, que corría cuesta arriba hacía mi coche apuntándome con una pistola.

Miré al frente y las bolsas de deporte se habían convertido en metralletas (no eran como las que yo tuve en la mili; me parecieron más cortas y compactas). Sus dueños se cubrían la cara con dificultad: solo vi a uno con el rostro cubierto con pasamontañas, muy cerca de mí, apuntándome con su arma y golpeando con ella el cristal de mi ventanilla. Los otros rodearon mi coche.

Era martes, dos de marzo de 1976, tres meses después de la muerte de Franco.

(Tres meses llenos de inseguridad y miedo de cara al futuro. En medios periodísticos, sindicales, militares y políticos clandestinos abundaban entonces los rumores más extravagantes sobre escenarios golpistas. Los residuos del regimen franquista -que nosotros habíamos bautizado en Doblón como el “bunker”– querían mantener las esencias de la dictadura sin dictador. Pero teníamos indicios de que el flamante rey Juan Carlos no estaba por esa labor. “Era un prisionero más en el bunker franquista”, decíamos. Franco afirmó antes de morir que dejaba “todo atado y bien atado”. Y había rumores de que algunos generales y banqueros estaban tomando medidas para que así fuera).

Hacía una mañana soleada, aunque fría. Aún quedaba bastante nieve en Navacerrada. Un día maravilloso de invierno que, tan de mañana, yo no podía imaginar cómo iba a acabar.

No reconocí a ninguno de mis captores. En realidad, nunca supe si eran cuatro o cinco: el viejo que vino por detrás y tres o cuatro que me atacaron de frente.

En lugar de bajar el cristal, abrí la puerta, ya muerto de miedo, y, en ese instante, una mano – no se de quién- presionó un bote blanco de spray y me roció la cara con un líquido abrasivo que rajaba mi piel como si me cortaran con un montón de cuchillos a la vez.

Afortunadamente, un segundo antes, al ver de refilón aquel bote de spray acercándose de golpe a mi cara, cerré los ojos con fuerza y a tiempo para salvarlos.

Ya no volví a abrirlos hasta, unas horas más tarde, pasado el Alto de los Leones de la Sierra de Guadarrama, cuando me necesitaron con los ojos bien abiertos.

Uno de ellos me dijo:

“No te muevas, esto es un secuestro. Si no haces tonterías, no te pasará nada”.

Me sacaron de mi asiento tirando de la hombrera de mi chaqueta azul cruzada.

(Creo que ahora está arrugada en el sótano, y aún debe tener mi sangre seca, desde hace treinta años. Nunca la llevamos a la tintorería ni me la volví a poner jamás. No soy supersticioso, por si trae mala suerte.)

Al salir del R-12, uno de ellos me cruzó los brazos por detrás y me puso las esposas. Al mismo tiempo, otro me tapaba velozmente los ojos con un gran esparadrapo y dio con él un par de vueltas pillándome las orejas y el cogote.

Tuve mala suerte, al mover instintivamente mi cabeza a derecha e izquierda, para evitar la quemadura, provocada por aquel líquido tan doloroso que me echaban por la cara y sobre el esparadrapo que me cubría y protegía los ojos.

Tuve mala suerte, sí, porque quien me estaba poniendo las esposas, a mis espaldas, recibió en su cara el impacto del mismo líquido que iba destinado a mí, y creo que en exclusiva. Dio un pequeño grito:

“Joder, lo que escuece (o lo que quema) esta mierda”

Y soltó par de maldiciones y tacos. Naturalmente, me acusaba a mi de ser el causante directo de su quemadura imprevista.

Me metieron en el asiento de atrás de mi R-12 con un secuestrador a mi lado que, de vez en cuando, apretaba su metralleta contra mi costado, mientras protestaba por la quemadura que, según él, yo le había hecho.

Los dos vehículos echaron a andar hacia la autopista de La Coruña, única salida que tenía Las Matas, el pueblo dónde vivíamos mi mujer, Ana Westley, y yo, en una casita pequeña y extremadamente fría que habíamos comprado a un jardinero de la zona.

Ya de camino, se relajaron un poco y me explicaron, esforzándose por parecer amables, que se trataba tan solo de un secuestro para sacar algún dinero por mi rescate. Decían saber que yo era de familia rica.

Desde el primer momento, en cuanto descubrí al de la pistola por el retrovisor, y a los de enfrente con las metralletas reglamentarias, supe quiénes eran y qué podían querer de mi. Repitieron lo mismo un par de veces:

“Tranquilo, hombre, en cuanto paguen tu rescate, te soltamos”.

Tenía bastante claro quiénes eran mis secuestradores y podía, incluso, imaginar lo que buscaban. De hecho, yo había pasado las dos últimas semanas muy inquieto, sin recibir ningún recado de mis fuentes de información militares. Nada. No tuve ninguna reacción a la información, tan sensible y arriesgada, que había publicado en el semanario Doblón del 10 de febrero anterior, con la Portada dedicada a la Guardia Civil y con el antetítulo “De Vega a Campano”. (Luego confirmaré la fecha exacta)

Desde que publiqué mi último artículo sobre los traslados irregulares de altos mandos moderados de la Guardia Civil, a mediados de febrero de 1976, no había tenido noticia alguna de mis fuentes anónimas. Desaparecieron de golpe. Ni una sola llamaba telefónica. Llegué a pensar que me habían abandonado, una vez conseguido su objetivo que era exactamente -según me dijeron al darme las primeras pistas y luego los datos exactos- frenar la purga de altos mandos moderados en la Guardia Civil.

No entendía muy bien de qué hablaban mis secuestradores, medio en clave, durante el viaje. Me hicieron muy poco caso -creo que iban un poco nerviosos- hasta que tomaron velocidad propia de autopista.

“¿Por qué dicen estos lo del rescate, en vez de ir directamente al grano?”,

pensé mientras buscaba explicación a tantos rodeos que yo consideraba innecesarios.

Desde luego, no fueron al grano hasta que me tuvieron en un lugar completamente seguro para ellos. Si hubiera ocurrido algún percance, contraorden o accidente no previsto, durante el trayecto por carretera, nadie hubiera sabido la razón real del secuestro. Por eso, deduje que la conversación durante el viaje debía estar alejada de la purga de altos mandos militares, que se produjo durante la enfermedad de Franco y los dos meses posteriores a su muerte. Y así fue.

(Continuará…)

Es un poco tarde y tengo trabajo. Seguiré escribiendo después de comer. Si me dejan…

Hasta luego.

(II)

(Viene de Secuestro I)

(No entendía muy bien de qué hablaban mis secuestradores, medio en clave, durante el viaje. Me hicieron muy poco caso -creo que iban un poco nerviosos- hasta que tomaron la velocidad propia de la autopista.

“¿Por qué dicen estos lo del rescate, en vez de ir directamente al grano?”,

pensé mientras buscaba explicación a tantos rodeos que yo consideraba innecesarios. Desde luego, no fueron al grano hasta que me tuvieron en un lugar completamente seguro para ellos. Si hubiera ocurrido algún percance, contraorden o accidente no previsto, durante el trayecto por carretera, nadie hubiera sabido la razón real del secuestro.

Por eso, deduje que la conversación durante el viaje debía estar alejada de la purga de altos mandos militares, que se produjo durante la enfermedad de Franco y los dos meses posteriores a su muerte. Y así fue.)

(Continuará…)

Mis hijos mayores, Erik y Andrea, me piden que continue. Por ellos, ahí va, que hoy es domingo.

Secuestro (II)

Dale limosna, mujer…

No se por qué, desde que pusieron los dos coches en marcha, estuve convencido de que me llevaban hacia el Puerto de Navacerrada, al Noroeste de Madrid. Desorientado, con los ojos cerrados, los párpados ardiendo, por el efecto retardado del spray, cubiertos por el esparadrapo y por unas gafas, no tenía ni idea de por dónde circulábamos a tanta velocidad.

Me acordé de los ciegos que venden “iguales”. ¡Qué desgracia tan grande la de ser ciego! En aquella oscuridad sobrevenida, me concentraba en acumular dosis de serenidad y de calma, por lo que pudiera pasar, y me hacía mil preguntas a la velocidad del rayo.

La mente es sabia y tiene sus recovecos para ayudarnos a sobrevivir en las peores circunstancias. Quizás por eso, me vino a la cabeza un poemilla que dicen en Granada. Me esforzaba por recordarlo y apenas tenía un par de versos a mano:

“Dale limosna, mujer/ que no hay desgracia mayor/ …./ que ser ciego en Granada”.

Buscaba en mi memoria, sin éxito, los versos perdidos. Debía encontrar un verso terminado en “nada” que rimara con “Granada”.

No me hacían ni caso.

De pronto, mi coche aflojó la marcha, tomó una curva cerrada y me imaginé que salía de la autopista. Era, efectivamente, una carretera llena de curvas y cuesta arriba. El hombre que iba sentado delante de mí, en el asiento contiguo al del conductor, comenzó a hacerme preguntas un poco absurdas, como de doble chequeo. Eran de este estilo:

“¿Dónde tienes asegurado este coche?

Pronto me percaté de que estaba hurgando en los documentos que yo tenía almacenados, en total desorden, dentro de la guantera del coche. La guantera es para los mayores lo que el bolsillo del pantalón es para un niño. Un archivo-museo de tesoros inútiles.

El copiloto prestó especial atención a una vieja nómina de mi empresa.

“¿Cómo se llama tu empresa?” “¿Qué antigüedad tienes? ¿Cuánto ganas al mes?”

——–

“¡Lo que ganan estos comunistas de mierda!”

——–

Por sus comentarios sarcásticos y sus risas, supe que mi sueldo de director del semanario Doblón (ya en beneficios) les pareció escandalosamente alto.

Mi vecino de asiento apretó entonces el cañón de su arma (no estoy seguro de si se trataba de una pistola o de una metralleta) en mi costado.

¿Era una reacción de venganza o de envidia, provocada, quizás, por lo descomunal de mi sueldo en comparación con el suyo?

¿Era, quizás, su respuesta pauloviana cada vez que sentía el escozor de su quemadura, provocada por el spray que llegó a su cara, por accidente, cuando iba destinado solamente a la mía?

-¡Joder con estos comunistas! ¡Hay que ver lo que ganan estos comunistas de mierda!

Imbécil de mí, quise congraciarme con ellos, o al menos comunicarme –ser persona-, y respondí:

-Yo no soy comunista y nunca lo he sido.

Inmediato golpe de cañón en mi costado y advertencia casi reglamentaria:

-Tú, ¡a callar! ¿Alguien te ha preguntado algo? Responde cuando se te pregunte.

El copiloto intervino:

Con este sueldo ya serás rico y, además, podremos obtener un buen rescate de tu familia. ¿No crees?

——

Mis padres no tienen un duro

——

Fui preguntado y respondí.

-Mis padres no tiene un duro y mi casa está hipotecada. Mi padre es contable en la gasolinera “Las Lomas” de Almería y mi madre se dedica a sus labores. Ustedes se han equivocado de persona. Esto es un error.

(Risas nerviosas contenidas)

Silencio. Me percaté entonces de que, desde que me detuvieron y esposaron, yo les hablaba siempre de usted, muy respetuosamente, para congraciarme con ellos (quizás para halagarles), reconociendo así su posición de superioridad con respecto a mí. Estaba claro que ellos eran los jefes.

Ellos, sin embargo, me tutearon, desde el primer momento, y me trataron con desprecio y sarcasmo, manteniendo siempre la distancia para no confraternizar en nada conmigo. Supuse que, llegado el momento del interrogatorio, debería ser más fácil torturar a un completo desconocido que a alguien que ya conoces un poco como persona.

Cuando no ves nada, el tiempo se confunde con el espacio y adquiere otra dimensión, más difícil de medir. No recuerdo cuánto tiempo estuvimos jugándonos la vida por aquellas curvas endemoniadas.

Sin manos con las que agarrarme a algún sitio, con las muñecas esposadas por la espalda, con dolor de hombros y el cuello rígido, iba dando tumbos, a diestra y siniestra, impulsado por la fuerza centrífuga o centrípeta del vehículo.

Cuando volcaba hacia mi derecha chocaba con la puerta del coche. Si lo hacía hacia mi izquierda me frenaba la presión contundente del cañón de un arma de fuego no identificada que, seguramente, ya me estaba produciendo un moratón entre las costillas.

Estaba tan concentrado en decidir cómo debía comportarme para hacerme “amigo” de los secuestradores que tardé en reconocer que me dolía el estómago. Lo tenía encogido y revuelto. Sentí un poco de nauseas. ¿Miedo? ¿Mareo? ¿Desorientación? ¿Demasiadas curvas, tomadas con exceso de velocidad y viajando, en contra de la costumbre, en el asiento de atrás y con los ojos tapados?

Un giro muy brusco seguido, en el acto, de un frenazo casi en seco, me sobresaltó. Sentí, de pronto, un miedo especial, distinto al que había sentido hasta entonces. ¿Miedo, quizás, al cambio de escenario? No se. ¿Miedo a ser abandonado en algún “zulo” con los ojos vendados?

——–

Me movían como a una marioneta

——

Oí el ruido de las puertas al abrirse y conversaciones lejanas de mis compañeros de viaje con los del coche que debía ir delante (o puede que detrás) de nosotros.

Me sacaron del asiento de atrás de mi coche y sentí frío. Pisé un charco. En aquel sótano o “zulo” había bastante agua por el suelo. Pensé que habíamos entrado en un garaje encharcado. Me movían de un lado para otro como a una marioneta. Al cabo de un rato me metieron en otro coche y seguimos por una carretera que pronto se convirtió en un camino pedregoso de tercera categoría.

Hablaban entre ellos. Y circulaban muy despacio. Llegamos al destino. Me sacaron de nuevo del coche y me fueron empujando para dirigirme por aquel terreno lleno de piedras, charcos y matorrales hasta una valla de piedras, que tuve que saltar con la ayuda de dos secuestradores.

Caminamos durante unos minutos hasta que, en un punto, me ordenaron que me sentara en el suelo. Estaba muy frío, lleno de hojas mojadas y húmedo. Allí empezó el interrogatorio, objeto del secuestro. Pronto se confirmaron mis temores. Sabían que mi pseudónimo, con el que firmé el artículo objeto de aquel secuestro ilegal, era Rafael Idáñez. Lo he usado muchas veces. La entrevista que le hice a Alicia Koplowitz en el primer suplemento dominical de El Sol -creo que es la única que yo conoczco- iba firmada también por Rafael Idáñez. le tengo especial cariño a ese nombre: es el primer nombre de mi padre y su segundo apellido

No quiero entrar en detalles. Sólo los imprescindibles. No me gusta –nunca me ha gustado recordarlo en los últimos 30 años- y no creo que sea necesario para el relato de los hechos. Por otra parte, al cabo de tantos años, me costaría mucho expresar o medir la intensidad del miedo, de la humillación, de la impotencia, del dolor físico, etc., que sentí en aquellas siete u ocho horas de tortura metódica.

Debe ser como los dolores del parto, que las madres olvidan pronto, al recibir el premio de una nueva vida: el bebé. De la misma manera, yo olvidé la medida del dolor en cuanto recibí el premio de una nueva vida: la mía.

Debía doler mucho lo que me hacían para sacarme la información que buscaban pero no puedo precisar, con detalle, ese dolor. ¿Lo he borrado de mi mente?

Estaba muy concentrado en las preguntas que me hacían, en sus reacciones, en sus risas y en sus comentarios más que en los golpes.

Estaba siendo sometido a un interrogatorio en toda regla. Me pareció bastante profesional. Como los de las películas. Había buenos y malos. Mejor dicho, había malos y un solo bueno.

(Creo que hacía de bueno el señor mayor que yo había visto por el retrovisor apuntándome con su pistola. Actuaba como si fuera el jefe de aquel comando).

—–

No le rompáis nada. Sin señales

—–

El presunto jefe daba órdenes como éstas, que me hicieron concebir esperanzas:

– No le rompáis nada. Sin señales. Me habéis oído. Sin señales.

Y seguían preguntándome y golpeándome. Yo debía conocer bien a los torturadores y encontrar las respuestas adecuadas para sobrevivir con el menor daño posible. Nunca tuve mi mente más despierta. Toda mi energía estaba destinada a sobrevivir. Quizás, por eso, se puede aguantar el dolor o enviarlo a un rincón inservible del cerebro.

Hasta ese momento, jamás había pensado seriamente en la muerte como algo próximo e inevitable. Era joven, sano y fuerte. Casi inmortal. ¿Por qué iba a pensar en la muerte?

No tuvieron necesidad de disimular por más tiempo acerca del presunto secuestro con rescate. Todos sabíamos por qué estábamos allí. Ellos comenzaron a desesperarse.

-¿Quién te dio la información para escribir ese artículo que firmaas como Rafael Idáñez sobre los relevos en la Guardia Civil?

– No lo se. Usaron seudónimos (golpes). Quiero decir, nombres falsos (más golpes). Quien me dio todas las pistas dijo que se llamaba José Pérez. (No es el verdadero pseudónimo)

-Sabemos quienes fueron los dos generales que te dieron los datos, pero queremos que nos lo digas tú mismo. Queremos oír los nombres de esos traidores.

–Un tal José Pérez.

Conste que éste no es el seudónimo que usaron mis fuentes de información, pero a ellos les di el que, de verdad, habían usado conmigo. El pseudónimo lo sabemos mi mujer y yo, los secuestradores y la fuente anónima (o fuentes) que nunca llegué a conocer en persona. Por eso, pienso que, de haber conocido la identidad real de mis fuentes, bajo tortura, estoy casi seguro de que les hubiera delatado.

Hicieron bien en no darme sus nombres auténticos aquellos militares que se identificaron por teléfono como demócratas. Nunca se sabe. Un par de meses más tarde, en el Club Siglo XXI, ya casi recuperado de las heridas, se me acercó un general del Ejército de Tierra que se identificó como uno de mis informantes y quiso entablar conversación amistosa sobre el caso.

Le dije que, tras el shock traumático de las torturas, había olvidado los nombres que utilizaban mis informadores y le pregunté cual era el pseudónimo utilizado por él. Me dijo un nombre que no era correcto. Me puse en guardia pero seguí la conversación como si nada. Naturalmente, sin soltar prenda. Estuve muy asustado hasta que salí huyendo de España (y sin mirar hacia atrás).

Al no conseguir las respuestas que esperaban, mis potentes entrevistadores aumentaron la presión. Algunas torturas me parecieron ridículas, aunque muy dolorosas. Me tiraban de las patillas hacia arriba sin llegar a arrancarme el pelo. Me recordaba al hermano prefecto de mi colegio La Salle, pero a lo bestia. Otra me azotaban con ¿una porra? ¿un palo?. Me quitaron los zapatos, pero no los calcetines. La porra es más eficiente cuando golpea la planta de los piés desnudos. Divinos calcetines. Sentí caer el sudor por mi cara. Más tarde comprobé que no era sudor sino sangre.

Desde aquella experiencia no solicitada, no he pasado ni un solo día de mi vida sin pensar en la muerte.

(¿Continuará? No se. Depende de lo que digan mis hijos)

(III)

Mi secuestro (III) hace 30 años

Viene de “Mi secuestro (II) hace 30 años”

http://blogs.20minutos.es/martinezsoler/post/2006/03/12/mi-secuestro-ii-hace-30-anos-

(Al no conseguir las respuestas que esperaban, mis potentes entrevistadores aumentaron la presión. Algunas torturas me parecieron ridículas, aunque muy dolorosas. Me tiraban de las patillas hacia arriba sin llegar a arrancarme el pelo. Me recordaba al hermano prefecto de mi colegio La Salle, pero a lo bestia. Otras, me azotaban con ¿una porra? ¿un palo?. Me quitaron los zapatos, pero no los calcetines. La porra es más eficiente cuando golpea la planta de los pies desnudos. Divinos calcetines. Sentí caer el sudor por mi cara. Más tarde comprobé que no era sudor sino sangre.

Desde aquella experiencia no solicitada, no he pasado ni un solo día de mi vida sin pensar en la muerte.)

(¿Continuará? No se. Depende de lo que digan mis hijos)

—–

Mis hijos y varios amigos me han pedido que cierre ya, de una vez, el último capítulo de aquel secuestro, casi como ejercicio de terapia, y que cuente otras historias de “abuelo cebolleta”. La verdad es que llevan algo de razón. Después de haber escrito sobre el caso, por primera vez en 30 años, y aunque fuera pasando como sobre ascuas, tengo la extraña sensación de haber espantado algunos fantasmas del pasado. Y sin recurrir al siquiatra. Bueno, mejor dicho, utilizando a mis lectores como eventuales siquiatras.

Gracias a todos por estar ahí y por animarme a contarlo.

Sigo y concluyo la historia, que hoy es domingo y está lloviendo.

————

Los secuestradores me pidieron que hablara de todos los militares, guardias civiles o policías de cierto rango que yo hubiera conocido a lo largo de toda mi vida. Así lo hice, pero advirtiéndoles de que ninguno de ellos tenía relación con el artículo sobre traslados de altos mando en la Guardia Civil, que yo había firmado en “Doblón” con el nombre de Rafael Idáñez.

Después de registrar todos mis bolsillos, me preguntaron por mi relación con personas que, efectivamente, yo conocía. Tardé varios nombres en darme cuenta de que lo hacían casi en orden alfabético, según los iban identificando en mi abultada agenda.

Pese a no ver ni gota –aún tenía el esparadrapo cubriendo mis ojos- y estar completamente desorientado, sentado en aquel campo húmedo y frío, me pareció notar algunos sonidos, palabras sueltas e interjecciones de sorpresa del que hurgaba en mi agenda de teléfonos y citas.

Encontró allí algunos nombres de altos cargos, claramente franquistas o fácilmente identificables con la derecha española de toda la vida.

Naturalmente, también había otros nombres que pronto adiviné, por los golpes que me provocaban, que no eran del agrado de los secuestradores. Y no pocos desconocidos.

-¡Mira con quién se junta este cabrón!

, se decían entre ellos.

No voy a mencionar esos nombres ahora. En la agenda de un periodista suele y debe haber de todo, y yo había acumulado muchos contactos en los ocho o nueve años que llevaba ejerciendo la profesión.

Parecían no tener prisa alguna. El interrogatorio iba recorriendo toda mi vida periodística, casi por el orden alfabético de mis fuentes de información. (Hispania Press, semanario “Don Quijote”, Televisión Escolar, programa “España, Siglo XX” de Televisión Española, diario Nivel, diario Arriba, semanario Cambio 16, proyecto diario El País, semanario Doblón, etc.).

Había empezado mi carrera periodística muy joven y casi por error –para ganar algo y mantenerme como estudiante de Arquitectura- como redactor de la Agencia Hispania Press. Allí cubría sucesos, tribunales, policía, artistas (pasé un par de meses informando de “la noche de Madrid” para diarios de provincias), y asuntos económicos y políticos. Tenía anotados muchos teléfonos y direcciones, tanto de gente famosa como de absolutos desconocidos.

Les hizo cierta gracia que yo tuviera relación con Lola Flores, por ejemplo, pero les inquietó mucho más comprobar que yo tenía anotados todos los datos de contacto con el señor Comín Colomer (creo que se llamaba don Eduardo), así como de varios generales, poco sospechosos de antifranquistas, a quienes conocía a través del Club Siglo XXI.

Ellos conocían bien al entonces historiador Comín Colomer ya que, durante mucho tiempo, fue profesor y director de la Escuela de Policía de la Dictadura.

Alguno de los que me golpeaban podría haber sido alumno suyo. Les conté mi relación profesional con él, cuando investigaba, en su inmensa biblioteca particular (en los sótanos de una travesía de la calle Mayor) temas históricos relacionados con los pre-guiones que yo escribía para la serie de TVE “España, siglo XX” y que firmaba José María Pemán. (No lo pongo en mi currículum, pero durante mucho tiempo fui el “negro” de Pemán, en sentido literario, claro)

Les molestó mucho, y no se por qué, ver entre mis notas el nombre de Luis González Seara –quien luego sería ministro con Adolfo Suárez. Pero me gané más patadas y golpes debido a una anotación que llevaba en una hoja suelta y que decía algo así como “recoger artículo mujer de Simón Sánchez Montero en lavandería de Los Nardos.

-¿O sea, que no eres comunista, verdad? ¿Y qué hace aquí el (improperio de libre elección…) de Sánchez Montero en el bolsillo de tu chaqueta?

Respondí:

-Su esposa trabaja en esa clínica y debo recoger allí el artículo de un colaborador de la revista.

Al cabo de varias horas de marearme con preguntas absurdas sobre todos mis conocidos y de molerme a palos, con cierto cuidado –eso sí- para no romperme huesos, comenzaron a presionarme mucho más en torno a mi relación con dos generales concretos de la Guardia Civil.

Uno lo recuerdo muy bien: el general Saenz de Santamaría, del Estado Mayor de la Guardia Civil. Era un hombre bajito, con bigote, fuerte, aunque algo rechoncho, y con gafas oscuras, que ya era conocido públicamente cuando estuvo a las órdenes del teniente general Vega, el anterior director general de la Guardia Civil, que fue sustituido en este cargo por el teniente general Campano.

Tal sustitución, realizada en el último Consejo de Ministros presidido por Franco, antes de caer el dictador fatalmente enfermo, nos dio la primera clave para investigar los cambios de destino de altos mandos en la Benemérita, que se producirían a partir de entonces, y especialmente tras la muerte de Franco, y que mis informadores anónimos me iban confirmando por teléfono. Años más tarde, cuando conocí el papel tan importante que había jugado el general Saenz de Santamaría para abortar el golpe de Estado del 23-F sentí una fuerte emoción.

-“No iban mal encaminados; por algo le perseguían aquellos terroristas franquistas”, pensé yo.

El otro general, por el que me preguntaban también insistentemente los secuestradores, tenía un nombre muy común y era para mi un completo desconocido. Ni siquiera recuerdo ahora su nombre (¿Gutierrez?, ¿Rodríguez?, ¿González? No se) y eso que debía tenerlo grabado con sangre. Pero lo he borrado de mi memoria. (Mi mujer cree que se llamaba Prieto).

Les dije una y mil veces que jamás había hablado conscientemente con esos dos generales y que sólo conocía al general Saenz de Santamaría por las fotos de los periódicos.

Tuve la impresión entonces, por el ir y venir de los miembros del comando y por las conversaciones que mantenían en voz baja lejos de mí, de que quizás habían fracasado con mi secuestro.

A esas alturas, después de varias horas de torturas minuciosas y metódicas, con las humillaciones de rigor que no vienen al caso, empezaron a convencerse de que yo no podía confirmarles los nombres de mis informadores, que ellos llamaban “traidores a la Guardia Civil y a la patria”, sencillamente porque no lo sabía.

No guardaba silencio por heroísmo de ningún tipo sino porque no tenía ni idea de quien me había ido dando las pistas de los boletines del Ejército (con fechas y páginas) para poder publicar el artículo basado en fuentes oficiales.

Llegué a sospechar que algunos oficiales de la UMD (Unión Militar Democrática, o algo así) que me conocían indirectamente –yo filtré la noticia de sus primeras detenciones a la prensa extranjera- habían dado mi nombre a mis fuentes anónimas diciéndoles que yo era alguien “de confianza”. Pero nunca conocí a esas fuentes. Quizás, por eso y sólo por eso, nunca las delaté.

Por un momento, pensé que mis captores se habían ido y que me dejaban allí tirado, en medio del monte o del campo, con las muñecas esposadas y los ojos tapados por el vendaje. Comencé a removerme por el suelo frío, húmedo, casi helado, para cambiar de postura. Me dolía todo el cuerpo pero no podía permitirme el lujo de pensar en el dolor. Debía concentrar todas mis energías en sobrevivir.

Cuando uno de ellos les dijo a los demás que no me rompieran ningún hueso, me dio un vuelco el corazón.

-“Si no me quieren romper los huesos”, pensaba yo desesperadamente, “es porque piensan dejarme vivo y sin señales graves”.

Aún estaban allí. No me habían dejado solo. Les oía cuchichear a lo lejos. Seguían allí pero no podía entender lo que decían. Pronto supe de qué se trataba.

Se acercaron, me tumbaron boca abajo y me quitaron las esposas.

¡Qué alivio tan grande! Algo nuevo me quemaba la cara, en la parte no protegida por el esparadrapo que me cubría los ojos, y me producía una sensación rara –incluso agradable. ¡Nieve! También la toqué con mis manos.

Me sirvió de orientación. Y eso es mucho más importante de lo que uno puede imaginarse. Al menos, sabía que estaba en lo alto de una montaña, con nieve, y que yo identifiqué –no se por qué, quizás porque solía verla desde Las Matas– como la Sierra de Navacerrada.

-“Si miras hacia atrás, te pego un tiro”, dijo de pronto uno de ellos, apretando el cañón de su arma contra mi espalda.

¿Mirar? ¿Con los ojos vendados?

Fue muy rápido. Inmediatamente, otro de ellos dio un fuerte tirón del esparadrapo que rodeaba mi cabeza y me tapaba los ojos. Debieron arrancarme algunos pelos del cogote y parte de la piel quemada de la cara.

Esa punzada repentina de dolor físico no fue nada puesto que, al instante, pude ver algo de luz. No me atrevía a abrir los ojos de golpe. De hecho, no podía levantar uno de los párpados (creo que era el izquierdo). Ya no se cual de ellos estaba peor. Con el ojo derecho entornado pude ver la luz. La luz… y un pistolón enorme apuntando a mi cara, a dos palmos de mi frente.

Abrí, poco a poco, los ojos. Únicamente pude ver al hombre que empuñaba el arma. Tenía la cabeza cubierta con un pasamontañas oscuro. Me recordaba un poco a los terroristas de ETA cuando hacen conferencias de prensa clandestinas. Yo miraba directamente a sus ojos (¿verdes? ¿casi marrones?), tratando de leer en ellos mi futuro inmediato, y, de refilón, también miraba al pequeño agujero negro del cañón largísimo de aquella pistola inmensa, mucho más grande que las que salen en las películas. Tras él había un enorme valle arbolado, un paisaje idílico, digno de una égloga de Garcilaso.

-“¡Qué raro!”, pensé. “Estoy demasiado tranquilo para lo que me espera”.

Instintivamente, con mis manos libres -y ya sin el vendaje sobre los ojos- traté de secarme lo que yo creía que era sudor y me limpié la cara. Mis manos quedaron empapadas de sangre.

-¿De donde sale tanta sangre?, me pregunté

.

Entonces reconocí visualmente el color rojo vivo y el sabor caliente, ligeramente salado, de mi propia sangre. Brotaba de mi boca y, en lugar de escupirla, me la había estado tragando como si se tratara de saliva caliente.

-“Si me va a matar de un tiro, ¿por qué se cubre la cara con ese pasamontañas? Se cubre porque no quiere que le reconozca y le denuncie”.

Durante unos segundos tuve la convicción de que saldría vivo de allí. Unos breves segundos.

El que me apuntaba a la cara habló:

-“Comprenderás que no podemos marcharnos con las manos vacías y dejarte aquí vivo con todas esas marcas en la cara y en el cuerpo. Ahora llega tu hora. Tú decides. No podemos perder más tiempo. Es tu última oportunidad. Voy a contar hasta tres. A la de tres, disparo, a menos que antes me digas los nombres que estamos buscando. Si colaboras con nosotros, no te pasará nada. Te dejaremos libre y podrás volver a tu casa. Tu coche está aparcado en el Alto de los Leones. Si no colaboras, te pudrirás en esta montaña. No te encontrarán ni los buitres. ¿Entendido?

Mirando fijamente a sus ojos, muy próximos a los míos, y oliendo su respiración y su rabia, empecé a repetir, a farfullar, cagado de miedo, mi respuesta de siempre:

“No tengo nombres… Si lo supiera…”

Me cortó en seco, casi gritando:

-“¡Uno!”

Silencio. Ahora lo recuerdo como un fusilamiento, un asesinato, a sangre fría y a bocajarro, como algo de película que nunca me pudo haber ocurrido a mi. Pero allí estaba, sin respuesta a su pregunta. Nada podía hacer.

-“Dos”

Movió la pistola varias veces de un lado a otro, indicando a los demás que estaban detrás de mí que se apartaran. No tenían por qué mancharse con mi sangre si finalmente apretaba el gatillo. Todo encajaba y parecía verosímil. Luego pensé que debían haberlo hecho muchas veces con otros que nunca lo han contado o que no vivieron para contarlo.

Eran profesionales. Detrás de mi hubo ruidos de hojas secas, medio podridas, y de gente que se retiraba de mis espaldas.

Me quedaba poco tiempo. Apenas unos segundos. Pensé –creedme- que era el final. Muchos amigos me han preguntado después en qué se piensa cuando crees que vas a morir. Tardé en responder. Me avergonzaba decir la verdad pero finalmente acabé contándolo.

Hacía apenas unas semanas que mi mujer y yo habíamos firmado ante notario –Alberto Ballarín Marcial– la escritura de compra de dos parcelas en Villanueva de la Cañada y, naturalmente, las letras correspondientes para pagarlas en no se cuantos años.

La casa de Las Matas era muy pequeña, vieja y fría y, si queríamos tener hijos, necesitaríamos una casa más grande y construida por nosotros mismos, como así fue, desde los cimientos hasta el techo. Ya habíamos echado un ojo a las ventanas y puertas. Vendrían de Almería, de una casa antigua, de más de 300 años, que iban a destruir en la Glorieta de San Pedro.

Desde que publiqué el artículo sobre los relevos de altos cargos en la Guardia Civil hasta que me secuestraron, habíamos visitado y pisado casi diariamente cada palmo de ese trozo de terreno, que ya nos pertenecía, y donde proyectábamos construir la casa en la que ahora mismo estoy escribiendo estas líneas. Aquella parcela era un sueño.

Nuestros pensamientos –cuando quieren- se concentran y van a más velocidad que la luz. No pensé en mi familia ni en mis amigos ni la eventualidad de que hubiera otra vida después de ésta. Ni siquiera pensé en mi mujer –que no sabría nada de lo que me estaba ocurriendo en ese momento. Ni en los hijos que me iba a perder…

-“Qué forma más tonta de morir!”, pensé después de oír el aviso del “¡dos!”. “Morir, justo ahora que ya tengo una parcela”.

-“¡Y tres!”

Estúpidamente, hice un esfuerzo por no cerrar los ojos y seguí mirándole muy fijamente. Quería adivinar mi futuro (¡y el de mi parcela!) como si su iris fuera mi bola de cristal.

No hubo disparo. Se levantó mascullando algo asó como “cabrón, etc.” y se retiró de mi vista, mientras los de atrás me machacaban la espalda, el culo y los costados a patadas y con algo contundente –quizás con la culata de la metralleta, que pude ver cuando me cogieron, o la porra que usaron en los pies.

En ese momento, me hicieron el único daño que tuve en los huesos. Dos fisuras y una fractura. Pero ¿quién puede perder un solo segundo pensando en los huesos rotos o en las patadas o puñetazos cuando acabas de resucitar con todo tu cuerpo entero? ¿Qué más pueden hacerme si el fusilamiento ha sido en falso, una pura simulación?

Han consumido –pensé- el último recurso de cualquier torturador profesional. ¿El último?

Sentí –lo reconozco- una inmensa alegría interior, casi mística. Boca abajo, con mi cara pegada al suelo mojado y con mis manos cubriéndome la cabeza de los golpes… Así debía ser el éxtasis, la visión beatífica, el orgasmo de los santos cuando sacan su espíritu fuera del cuerpo y se pierden como San Juan de la Cruz… en esa noche oscura y gozosa.

Cada vez que recuerdo los versos –tan poderosos y profundos- del místico de Fontiveros celebro aquel momento de resurrección y de fuerte apego a la vida.

“En una noche oscura,

con ansias, en amores inflamada,

¡oh, dichosa ventura!

salí sin ser notada

estando ya mi casa sosegada”.

Casi podía verme desde fuera de mí, desde arriba. Ahí olvidé la parcela y, por primera vez, desde que empezó aquella ejecución teatral, pensé en mi chica y en el futuro que nos esperaba. Desapareció la parcela de mi mente y apareció ella.

Bocabajo, la nieve aliviaba las quemaduras de mi cara.

Una tarde maravillosa la del 2 de marzo de 1976.

Sentí, quizás por primera vez con tanta potencia, la dulzura de vivir…

Pero ellos no se dieron por vencidos.

(No pude terminarlo en el Talgo. Se acabó la batería. Pero continuará. Lo prometo. Solo me falta el final)

 

(y IV)

Viene de “Mi secuestro (III) hace 30 años”

(Cada vez que recuerdo los versos –tan poderosos y profundos- del místico de Fontiveros celebro aquel momento de resurrección y de fuerte apego a la vida.

“En una noche oscura,

con ansias, en amores inflamada

¡oh, dichosa ventura!

salí sin ser notada

estando ya mi casa sosegada”.

Casi podía verme desde fuera de mí, desde arriba. Ahí olvidé la parcela y, por primera vez, desde que empezó aquella ejecución teatral, pensé en mi chica y en el futuro que nos esperaba. Desapareció la parcela de mi mente y apareció ella.

Bocabajo, la nieve aliviaba las quemaduras de mi cara.

Una tarde maravillosa la del 2 de marzo de 1976.

Sentí, quizás por primera vez con tanta potencia, la dulzura de vivir…

Pero ellos no se dieron por vencidos.)

(Continuará. Lo prometo)

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Magnífica semana de primavera, pese al catarro que me ha dejado un pegote de hormigón en las fosas nasales y me ha alejado durante unos días de este blog.

El “alto el fuego permanente”, anunciado por los terroristas de ETA, ha rebajado muchos puntos el ICOA (Indice de Crispación y Odio Ambiental)

Estoy convencido de que el diálogo entre Zapatero y Rajoy, previsto para hoy martes, volverá a rebajar ese Indice tan siniestro, y aún tan español.

Claro que también provocará la rabia de algunos salvapatrias de la extrema derecha, de algunas víctimas que tienen aún el dolor a flor de piel y seguramente tambien de algunos disidentes extremistas de ETA.

Ambos extremos seguirán metiendo palos en las ruedas de este largo y difícil proceso de paz para que no se les acabe el “chollo” del terror.

He oído, con emoción, que varios demócratas vascos, concejales y otros cargos políticos amenazados por ETA, han renunciado a sus habituales escoltas y que, por primera vez en años, han salido ¡solos! a la calle.

Después de mi secuestro, hace 30 años, pasé varios meses, hasta el verano, bajo la protección permanente –es decir, durante las 24 horas del día- de escoltas armados de la Guardia Civil y de la Brigada Antiterrorista de la Policía.

Fue una experiencia inolvidable y enriquecedora, tanto por la convivencia tan íntima y positiva con los escoltas, que se juegan su vida por ti, como por el pesar que te causa la pérdida de libertad, impuesta necesariamente por la vigilancia permanente. Los escoltas te protegen, pero también te recuerdan que la muerte puede encontrarte al doblar la esquina.

Pero me estoy adelantando un poco en el relato de los hechos. Los escoltas vinieron a protegerme un par de semanas después de mi liberación, cerca del Alto de los Leones, en la Sierra de Guadarrama.

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La semana pasada escribí sobre el fusilamiento simulado y la inmensa alegría de vivir que sentí al comprobar que, con esta argucia, los torturadores habían gastado su último cartucho para sacarme los nombres de mis fuentes de información (que yo nunca supe).

Tendido en el suelo bocabajo, entre nieve enrojecida por la sangre, rocas heladas y hojarasca mojada, con la cara ardiendo y recibiendo algunas patadas y golpes, comencé a relajarme.

-“Ya ha pasado lo peor”

, pensé, aliviado aunque atento para no perder el control de mis nervios.

Algunos se marcharon y uno de ellos –el del pasamontañas- me sentó sobre una roca y me limpió la sangre de la cara y de las manos con un trapo, que tiró al suelo con menos miramientos que la Verónica.

El sol ya no estaba en lo alto, sino que daba muestras de querer esconderse a mis espaldas, noté más frío que antes y mis captores daban nuevas señales de impaciencia. Por primera vez, me percaté del ruido no muy lejano de unos motores que adjudiqué a motos potentes más que a coches. O hacían motocros por aquellos montes o estábamos cerca de una carretera.

Con un golpe seco, colocaron sobre mis rodillas una carpeta negra de pastas rígidas y, sobre ella, varios folios, sin membrete, entre los que iban intercalados los papeles para hacer copias de carbón.

Me pareció que se trataba de original y tres copias. Me dieron un bolígrafo y me pidieron que escribiera, apretando con fuerza para que las copias fueran legibles, lo que me querían dictar.

Y así empecé a escribir, con el pulso tembloroso, mi nombre, mayor de edad, DNI, domicilio, etc… hasta que el que tenía enfrente me dio un golpe y me arrancó los folios de un tirón.

-“La estás cagando. Eres periodista y sabes escribir perfectamente. Empieza de nuevo y con muy buena letra, como si lo estuvieras escribiendo tranquilamente en un despacho. No te queda mucho tiempo si no haces lo que te decimos. No te pases de listo.”

Efectivamente, otra vez me dieron original y tres copias con el papel carbón intercalado.

Volví a escribir, y esta vez, con una letra tan perfecta, tan clarísima que no parecía la mía. Di un salto atrás en el tiempo y recuperé mi letra infantil del colegio, la que utilizaba seguramente para los dictados del hermano Amado de María, aquel fraile de La Salle que me enseñó a amar la poesía.

En el encabezamiento puse de nuevo, como en una instancia oficial, mi nombre, apellidos, DNI, domicilio, etc. Luego me dijeron que pusiera EXPONE o DECLARO (¿o, quizás, fue CERTIFICA?). Creo que copié esas palabras pero no recuerdo en qué orden.

Y en la exposición yo escribía, al dictado bastante convincente de una metralleta clavada en mi espalda, todo lo que me iban diciendo.

Se trataba de construir un documento que pudiera tener valor oficial, firmado por mí como autor de artículo “De Vega a Campano”, en el que yo denunciaba al general Saenz de Santamaría y al otro general, cuyo nombre no recuerdo, como fuentes directas de la información que yo había publicado con el seudónimo Rafael Idáñez en el semanario Doblón que yo dirigía.

Me hicieron escribir algunos detalles –totalmente falsos- que daban verosimilitud a mi exposición. Y, al final, me dictaron la despedida oficial, de rigor en aquellos tiempos:

–“Y para que conste y surta los efectos oportunos, firmo la presente en… ”

Silencio de nuevo. ¿Estaban improvisando? Una de las voces que hablaba a mis espaldas intervino, con cierto tono de mando:

-“Guadalajara, a cuatro de marzo de mil novecientos setenta y seis. Escribe eso y luego lo firmas, debajo, con la misma firma que tienes en el DNI. ¿Te enteras?”

Así lo hice. Y, al instante, recogieron mi declaración firmada y pasaron a la última etapa del secuestro: las condiciones de la liberación.

Otra vez, pegaron el esparadrapo sobre mis ojos y, en lugar de utilizar de nuevo las esposas, ya ensangrentadas, me ataron las muñecas juntas por delante con el mismo rollo de cinta, dándole varias vueltas.

Ya tenían algo de mí. Y querían poder usar legalmente ese documento contra aquellos dos generales, sin que yo negara la autenticidad de mi firma ni renegara de mi declaración. Para ello, tenían que asegurarse de que yo no iba a dejarles en mal lugar.

Iniciaron una ronda alrededor de mi, de nuevo cegado por la cinta adhesiva. Hablaban uno detrás de otro, desde distintas posiciones, y yo movía la cabeza de un lado a otro, para atenderles y responderles, guiado por mi oído. Me sentía un poco mareado y agotado, como debe sentirse el toro, arrinconado en tablas, en sus momentos finales, cuando sólo le falta el descabello.

Estaba al límite de mis fuerzas. Creo que cometí un error al relajarme, después del simulacro de fusilamiento. Y ahora necesitaba recuperar la concentración y la sangre fría para no caer en sus provocaciones finales.

-“Sabemos muy bien donde trabaja tu mujer (en la calle Jorge Juan, redactora jefa de la revista Ciudadano, tiene un dos caballos). Si cuentas algo de todo esto, tu y tu mujer lo pagaréis muy caro”.

-“Si alguien te pregunta, dices que has tenido un accidente. ¿Está claro?”

Uno de ellos permanecía detrás de mí y apoyaba el cañón de su arma sobre mi espalda. Nunca supe si era el de la pistola o uno de los de metralleta, ya que solo sentía la presión de un objeto metálico redondo entre las costillas y volvía a estar ciego.

Apretando el cañón a gran presión, aunque cuidándose de no romperme ningún hueso, me dijo, casi escupiendo sobre mi cogote, que mi mujer (“la yanqui”) y yo teníamos que salir de España en tres días, a contar desde mañana. Y no volver nunca más.

Ahora van a pensar que soy un loco inconsciente o un temerario. Yo también lo he pensado muchas veces y aún no acierto a explicarme por qué, de pronto, cuando el desenlace del secuestro iba saliendo bastante bien, yo me armé de un valor insensato y salí por peteneras. Quizás por agotamiento, o por soberbia, le respondí, sin pensarlo dos veces, al instante:

-“Eso no. Si, por esto, tengo que vivir fuera de España, prefiero que me maten aquí mismo y no dentro de cuatro días. Yo soy español y quiero vivir y morir en España. Me pueden pedir lo que quieran, pero no me pidan que abandone mi país.”

Como si la mano de un ángel hubiera sostenido el arma que me presionaba en la espalda, la presión se aflojó automáticamente, a medida que yo iba pronunciando aquellas palabras que resultaron tener un efecto patriótico balsámico sobre aquella bestia fascista. El cañón del arma desapareció de mis costillas.

Se hizo un largo silencio. Supuse que se miraban, atónitos, entre ellos.

Otro dijo:

-“Ya vale. Puedes quedarte en España si no dices nada de todo esto, para que podamos utilizar esta declaración, que has hecho voluntariamente. ¿Queda claro? Y vas a contar hasta 500 antes de moverte y de quitarte la cinta de los ojos y de las muñecas. Tu coche está en el Alto de los Leones. Cuenta hasta 500”.

En ese momento, me levantaron entre dos y me llevaron andando unos metros. Casi no podía sostenerme sólo en pie y no a causa de los golpes sino, seguramente, por la mala postura que había tenido durante tantas horas sentado en el suelo.

Me dejaron de pie, apoyado en el tronco de un árbol y comenzaron a caminar. Oía sus palabras y sus pasos desvanecerse a lo lejos cuando ya llevaba contados más de cien números. Antes de contar el número doscientos ya no sentía ningún rastro de ser humano por allí cerca. Entonces me llevé las manos atadas a la cara para arrancarme el esparadrapo y recuperar la vista.

Una voz, bien conocida, me frenó en seco. Pertenecía, sin duda, al de la cara quemada:

-“No te muevas. Te hemos dicho que cuentes hasta 500. Espero que ahora sepas lo que es obedecer órdenes. Vas a ver lo que quema este spray y así pagarás lo que me has hecho esta mañana”.

Dicho y hecho. Se puso frente a mí y me vació el bote en la cara y por el pecho. La barba y el esparadrapo sirvieron de escudo y salvaron una parte de mi cara. El spray atravesó la camisa y dibujó un triángulo quemado sobre mi pecho, marcando la parte no protegida por el chaleco.

Y se fue, dejándome aquellas señales de monstruo, en contra las órdenes del jefe del comando. Esta vez sí conté hasta 500. Me quité la cinta de los ojos y mordí el esparadrapo de las muñecas, hilo a hilo, hasta que lo deshice. Estaba molido a palos, pero más vivo que nunca.

Me lavé con agua nieve y busqué la salida de aquel monte bajo de robles. Salté un muro de piedras y encontré algo que parecía una vereda que bajaba hacia el valle. No recuerdo el dolor.

Iba dando saltos de alegría, con una excitación indescriptible y mirando a todos lados con una curiosidad desmedida: como si nunca hubiera visto un monte de robles surcado por arroyuelos de agua nieve.

Pronto encontré casas, allá abajo, a ambos lados de una carretera. Hacía frío de atardecer invernal y el pueblo estaba prácticamente desierto. Sólo había dos jóvenes de mi edad (de la de entonces), cada uno a un lado de la carretera, sosteniendo una bolsa de deportes con picos pronunciados impropios de una raqueta de tenis. No quise acercarme a ellos.

¿Llevaban metralletas en esas bolsas? ¿Acaso me estaba volviendo paranoico? ¿Quedaron de retén para seguir mis pasos?

Fui directamente a la farmacia y pedí algo para las quemaduras de la cara. La nieve no era alivio suficiente. La dependienta me preguntó y le dije que me había estallado el carburador en la cara. Nunca entendí de motores de coches, pero creo que ella tampoco. Me dio una crema contra la inflamación creciente y me limpió las heridas. Pude abrir un poco más los ojos.

De la farmacia pasé al bar de al lado, donde pedí una copa de brandy. No pude probarlo. Tenía las encías y todo el interior de la boca llena de llagas. Pedí Anís del Mono, dulce, y lo tomé a sorbitos para cerrar las heridas internas, que no sangraban desde que comencé a bajar de la montaña.

Busqué un teléfono y llamé a Ana, mi mujer, a la revista Ciudadano. Me notó algo raro, quizás por la forma de hablar con la boca un poco torcida. Le dije que había sufrido un accidente, nada grave, que yo estaba perfectamente y que tenía que venir a recogerme con su coche. Me preguntó donde estaba y ahí me pilló. No me había preparado y no sabía donde estaba.

-“Un momento”, le dije. Y pregunté al camarero cómo se llamaba este pueblo.

-“San Rafael”, me contestó.

Mi mujer me preguntó entonces si había que llegar hasta allí por el túnel de Guadarrama o por el puerto. Yo no lo sabía. Eso le extrañó tanto que me preguntó, alterada, qué estaba ocurriendo.

-“¿Cómo es posible que no sepas cómo se llega hasta allí?”.

El camarero me ayudó.

-“Sí, por el túnel. Yo vine por otro lado. Y no preguntes más. Ven a recogerme sin decir absolutamente nada de todo esto a nadie. Por favor. No digas nada a nadie. ¿Está claro? Estaré en la carretera que cruza el pueblo, junto a la farmacia”.

Mientras esperaba allí, más de una hora, empezó a oscurecer. Los jóvenes de las bolsas de deportes seguían cada uno en su sitio. Adiviné, a lo lejos, el dos caballos de Ana y le hice señales, pero ella pasó de largo. No me había reconocido. Volvió a pasar por la farmacia y me recogió muy asustada. Le dije:

-“No hagas gestos extraños. Disimula como si nada. Me han secuestrado esta mañana y me han interrogado durante todo el día. Aún quedan dos de ellos mirándonos. Arranca el coche y vamos hacia el Alto de los Leones antes de que sea completamente de noche.”

Allí estaba mi coche con las llaves puestas. Ella insistió en dejarlo aparcado, para llevarme directamente al hospital, pero yo quise conducirlo, con un ojo y medio abiertos, muy despacio, seguido por su coche. Así lo hicimos y tardamos más de dos horas para llegar a Madrid, al domicilio del dueño de la revista, el doctor Julio García Peri, editor también del diario gratuito “Noticias Médicas”, en La Moraleja.

Mi editor se sobresaltó. En la redacción estuvieron todo el día muy inquietos sin saber nada de mi paradero. Ernesto Garrido, el redactor que firmaba el reportaje “Cómo es la Guardia Civil”, junto al mío “De Vega a Campano”, no había dormido en su casa del barrio del Pilar. Unos vecinos le dijeron que unos desconocidos había ido a buscarle muy pronto por la mañana.

Nadie sabía lo que pasaba.

Le hice un resumen muy rápido al doctor García Peri –un hombre cabal a quien yo apreciaba mucho y en quien confiaba con los ojos cerrados- y decidió llevarme inmediatamente al hospital de quemados de la calle Lisboa.

Llamó a un cirujano colega suyo (un tal doctor de la Fuente), abrió el cajón de su mesa, sacó un revólver y se lo guardó en un bolsillo del chaquetón.

Debo reconocer que me impresionaron su resolución y entereza tanto cómo su revólver. Salí de su garaje tumbado en el suelo de un gran Mercedes, para que nadie me viera.

En el Hospital me curaron las heridas de la cara, de la boca y de todo el cuerpo. En el quirófano, el doctor de la Fuente bromeó:

-“Has tenido suerte, joven. En Hollywood, muchas actrices pagarían por lo que tú tienes. Vas a cambiar varias veces las costras de la cara. Se te caerán como si fuera lepra, pero, al final, te quedará la piel tan fina como la de un bebé”.

Al regresar a casa del editor, encontramos allí al juez Clemente Auger –que más tarde sería presidente de la Audiencia Nacional. Le conté todo y me dijo que, al día siguiente, antes del cuatro de marzo, debía denunciar ante el juez de Guardia que me habían obligado con amenazas a firmar un documento, cuyo contenido no recordaba, fechado en Guadalajara a cuatro de marzo.

Teníamos que anular los eventuales efectos de aquel documento contra los dos generales demócratas de la Guardia Civil.

Dormí como un bendito y fui al Juzgado de Guardia acompañado por mi mujer y por el fiscal Jesús Vicente Chamorro, un viejo amigo que, en la democracia, llegaría a ser fiscal del Supremo.

Nos recibió el juez de Guardia, Jaime Mariscal de Gante, ex director general de Prensa de la Dictadura, quien me conocía perfectamente pero que, en aquel estado, no pudo reconocerme hasta que le dije mi nombre.

Con mi breve declaración judicial, el documento contra los generales moderados creo que quedó desactivado e inservible.

Al día siguiente, aún bajo los efectos tremendos de la matanza de obreros a la salida de una Iglesia de Vitoria, visitamos al jefe superior de Policía; teniente coronel Quintero, y al director general de Seguridad, general Castro Sanmartín –ambos a las órdenes del ministro Fraga Iribarne-, a quienes contamos la misma versión escueta, y con problemas de memoria causados por el trauma sufrido, que le habíamos dado al juez de Guardia.

Previamente, un general de Inteligencia de Franco, tío de un amigo nuestro en quien confiabamos, me recomendó personalmente, al oír toda la historia, que no dijera nada de nada a los cargos oficiales. Solo la versión que dimos al juez. Y así fue hasta ahora, al cabo de 30 años.

El general Castro nos recomendó salir de la península, a Canarias, por ejemplo, pues no podían garantizar nuestra seguridad, frente a las amenazas de esos grupos armados incontrolados. Decidimos refugiarnos, durante un par de semanas, en el Parador Antonio Machado de Soria. Y fue un acierto. Nunca olvidaré aquellos días de convalecencia junto a los álamos de amor, en la ribera…

¡Ay, Soria! De allí me traje un pino, guardado en el bolsillo de mi chaqueta.

Lo planté en nuestra parcela.

Hoy tiene ya 30 años, y está tan hermoso como la Democracia.

FIN

(Al fin lo terminé. ¡No puedo creerlo!)