El protagonista de Narragoniem («El país de los locos»), un alto cargo del franquismo, dialoga con locos, tullidos, bobos y tarados, sacados de lienzos clásicos, sobre el bien y el mal, sobre la racionalidad y la locura.
El viernes, 7 de octubre, a las 19.30, me toca presentar «Narragoniem, El sueño de la razón…», un libro de Chema Sánchez Alcón, en la Casa del Libro, Fuencarral, 119 (Madrid). Copio y pego aquí mismo la invitación que el autor hace extensiva a los lectores de este blog. Para quienes no puedan acudir, ofrezco a continuación el Prólogo que he escrito para esta obra original y provocadora sobre la locura y el Poder en la cloacas del Estado.
Narragoniem. El sueño dela razón…
Prólogo
Un abogado gris, normal y corriente, asciende a casi ministro de la Dictadura de Franco y consigue esconder sus presuntos crímenes, cometidos al amparo y con los medios de las cloacas del Estado.
La originalidad, surrealista y excéntrica, de este relato de José María Sánchez Alcón reside en que el protagonista, un letrado asesino, dialoga sobre el bien y el mal, sobre la racionalidad y la locura, con locos, necios, tarados, enanos, putas, tullidos y bobos que aparecen en los cuadros celebres de Velázquez, Goya, Gutiérrez Solana, Sorolla, de Kooning, El Bosco, etc.
Su título no engaña a nadie pues “Narragoniem” es, según he comprobado en Google, “el país de los locos”. El alto funcionario va hurgando en las historias truculentas de todos ellos pero se resiste a confesarles sus propias matanzas.
Después del “Elogio de la locura” de Erasmo de Rotterdam y de “la razón de la sinrazón” de Cervantes, los ilustrados enfrentaron la razón a la locura. Un avance notable si lo comparamos con la simpleza dogmática del bien frente al mal de los eclesiásticos medievales. Con el adelanto de la ciencia, llegamos a confundir buenos y malos con sanos y enfermos. Galdós, utiliza a Maxi, su loco en “Fortunata y Jacinta”, para recomendarnos no ser muy tajantes, a la hora de separar lo sano de lo enfermo, si queremos entender algo de la naturaleza humana.
Así llegamos, con el desarrollo de esta novela, casi negra, nada menos que al meollo de la obra, polémica y devastadora, “Eichmann en Jerusalem. Un informe sobre la banalidad del mal”, de Hannah Arendt. Para la filósofa judía alemana, el criminal nazi no era “un monstruo” ni “un pozo de maldad” sino un burócrata, una persona normal, que cumplía órdenes con celo y eficiencia. No había en él un sentimiento de “bien” o “mal” en sus actos. Salvando las distancia, así retrata Sánchez Alcón, más o menos, al protagonista de su relato.
El título completo de “Narragoniem” incluye, menos mal, “El sueño de la razón…” de Goya. Con ello, el autor nos da una pista sobre los monstruos que la razón nos crea a poco que nos descuidemos. Sánchez Alcón se adentra, con cierta erudición histórica y literaria, y algún alarde filosófico, en “lo monstruoso racional”.
Se agradece el mimo con que trata nuestra lengua, lo que hace más atractiva la lectura. Ese cuidado exquisito se aprecia en la forma de contarnos los diálogos absurdos de este miembro distinguido del engranaje de las fuerzas de Seguridad de Estado con toda una galería de “monstruos” sacados de lienzos célebres que pertenecen la Historia del Arte.
Para Sánchez Alcón, el verdadero “monstruo” es el personaje principal. Para la España oficial aparece como un modelo de perfección, un triunfador. Sin embargo, ante sus interlocutores, salidos de los pinceles más famosos, se muestra como un ser sin escrúpulos, surgido de la clase dirigente del Estado franquista, capaz de cometer un crimen abominable.
Su obra comienza, naturalmente, con el descubrimiento, clásico en la historia de la novela, de una caja de documentos inéditos, espeluznantes, que el casi ministro de Franco entrega a un sargento de Inteligencia y éste a su sobrino. El relato es un juego ingenioso, entre divertido e inquietante, con las piezas de ese “ponzoñoso legado”.
La investigación y la documentación cuidadosas de Sánchez Alcón nos acercan, con interés creciente, a las distintas épocas de los inocentes, los bobos que se masturban en las “risas pascualis”, las antimisas de los bufones, los enajenados que matan por nada y que sueñan con viajar a Narragoniem.
El secretario de Estado de la Dictadura no se atreve a confesar sus atrocidades a sus tarados interlocutores, encerrados en los museos. La intriga del crimen o crímenes a distancia del protagonista añade un toque policíaco, de novela negra, que aumenta la curiosidad del lector por llegar hasta el final del relato.
Los locos hablan, a veces, como cuerdos: “Los finos y bien pensantes mortales han sido la peor de las calañas bajo el disfraz de la aparente normalidad” o “En la cohorte de subordinados están todos los males”. El arte del disimulo (la “taqiyya”, práctica recomendada por los ulemas a los musulmanes en tierras cristianas) toma aquí la forma de “hacerse el tonto”. Los necios tratan de sobrevivir en un mundo en el que “la bondad y la maldad son caras de la misma moneda”, según le dice Jovellanos, en un diálogo que roza el surrealismo, al tonto de Abundio.
El protagonista de la historia, un triunfador del Régimen, un sicópata narcisista con piel de cordero, apenas tiene una posibilidad de redención a través de un resquicio minúsculo pero esperanzador: el amor imposible de una joven virgen de su pueblo.
“¿Cuándo se empieza a dar uno cuenta de que es un miserable?”, se pregunta el presunto asesino. Para este letrado cínico, “mitad monstruo, mitad humano”, que asciende a las más altas cotas del Poder, “el mal y el bien siguen siendo inventos de esa humanidad debilitada por los afectos”. Desaprovecha el cable de salvación que, como doña Inés a don Juan, le echa el amor sin mácula de la joven Mercedes. El poder le corrompe. A través de varios simulacros, el autor nos acerca al poder real, al de verdad, o sea, al poder arbitrario que no conoce límites.
Se dice “eres más tonto que Abundio”. No es el caso del Abundio que dialoga con Jovellanos, allá por 1815, sobre al alma partida de los afrancesados: “Ninguno de nosotros es inocente”. Los ilustrados españoles se ven obligados a echar a las tropas invasoras de Napoleón, pese a estar de acuerdo con los ideales de la Revolución Francesa, y abren la puerta al absolutismo del Rey Felón. Paradoja cruel.
Los tontos, necios, bobos y tarados como Calabacillas, Abundio, Lindin, Riviere, madame Sontag, Maitetes o el Pájaro, etc. (hasta 12, como los Apóstoles), encerrados en asilos o manicomios, sueñan con “viajar hacia el ignoto territorio de Narragoniem”, el país de los locos. Al llegar al final de esa obra, verán que Narragoniem “no era una quimera de un grupo de dementes medievales sino un estado del alma”.
No creo en las supersticiones. Traen mala suerte. Tampoco en las casualidades. Sin embargo, en ocasiones, fruto de mi ignorancia o de mi temeridad, me siento gobernado por ellas. Por eso, escribo estas líneas. A principios del siglo pasado, el matemático francés Henri Poincaré se atrevió a decir que “el azar no es más que la medida de la ignorancia del hombre”.
Seguramente por azar, el 2 de marzo pasado, 40 aniversario de mi secuestro, torturas y ejecución simulada, realizados por miembros de la Seguridad del Estado, con armas pagadas con nuestros impuestos, recibí inesperadamente en mi casa, por el antiguo correo postal, el texto de “Narragoniem. El sueño de la razón…” de José María López Alcón a quien no tenía el gusto de conocer personalmente.
El autor me atacó por mi lado más débil: la vanidad. Una oferta diabólica: “Le he elegido a usted como mi primer lector, si lo tiene a bien, porque le considero inspirador de este relato”. ¡Ay, la vanidad!, el flanco favorito del diablo. El halago debilita a cualquiera.
Y aquí estoy, animándole a leer, después de mi, este relato original, inquietante y algo excéntrico que no le decepcionará.
Cuando comencé a leer esta obra, me vino inmediatamente a la mente “No matarían ni una mosca”, de Slavenka Draculic, un minucioso reportaje, bastante perturbador, sobre los juicios de La Haya a los criminales de la guerra de los Balcanes. “Ninguno de nosotros estamos libres de caer en la maldad”, escribió la autora croata, “pues los criminales de guerra no son distintos de nosotros”.
Ese libro fue para mi el verdadero prólogo, terrorífico por cierto, de la obra “Narragoniem” que acababa de recibir por correo postal. La leí, pues, con el recuerdo fresco de los criminales de guerra, gente normal y corriente, de la ex Yugoslavia.
¿Somos piezas de un engranaje perverso bien engrasado? Para los presos del manicomio, que sueñan con viajar en “La nave de los locos”, de Sebastián Brand (siglo XV), “todos, absolutamente todos, son cómplices”.
Un aliciente adicional para leer con gusto y prologar esta obra fue que, de la mano del bobo de Coria, el relato me trasladó a su pueblo natal, Caminomorisco, en el corazón de las Hurdes, donde pasé mi viaje de novios. Otra casualidad.
A la luz, o quizás a la sombra, de dichos diálogos delirantes, alguno se preguntará, no sin razón: ¿Quién está más loco don Quijote o Sancho? ¿El médico o el enfermo? ¿El paciente del cuadro de El Bosco, a quien le van a extraer la piedra de la locura, o el cirujano que lleva un embudo en la cabeza? ¿No fue, acaso, el propio Alonso Quijano quien, a sabiendas, se hizo el loco?
La obra, que roza el surrealismo, es atractiva por inquietante. Al final, el jerarca de la Dictadura, ensalzado por la sociedad de su tiempo, acaba confesando sus secretos solo a esos seres inferiores, tarados, bobos, locos, deformes, a los que siempre despreció. Pasa a la Historia como un gran hombre.
En cambio, los marginados en asilos y manicomios, humillados, torturados, perseguidos y maltratados por sus conciudadanos, y que han sido retratados como locos, resurgen con otra luz en este relato. El lector puede sentirse tentado a comprender y compadecer la mala suerte de quienes, por azar más que por libre albedrío, soñaron con llegar a Narragoniem. Ya es algo.
Villanueva de la Cañada, Madrid, 18 de julio de 2016
José A. Martínez Soler
Periodista
martinezsoler.com