En vísperas de su coronación, incapaz de atisbar la fragilidad de su inminente empleo, el futuro rey Felipe VI ya empieza a cometer errores garrafales. El principal es, sin duda, aceptar el cargo, ante Las Cortes civiles, vistiendo uniforme de gala de capitán general de los Ejércitos. Cuando los seres vivos (o las instituciones) cambian de piel es cuando más se nota su fragilidad.
Entendí que su padre vistiera de militar ante Las Cortes de Franco, en 1975 . Con el miedo que todos teníamos en el cuerpo, hasta lo celebré y lo aplaudí. Aquel Ejército de Franco tenía, entonces, la imagen de sostén de la Dictadura y, por tanto, de enemigo del pueblo. Sin embargo, al cabo de casi 40 años de democracia, el Ejército se ha ganado el afecto de los españoles. En las encuestas aparece como una de las instituciones más valoradas por los ciudadanos, por encima de los partidos políticos y de la propia monarquía. Ya no hay que temer a nuestro Ejército ni, por tanto, hacerle la pelota con uniformes de gala y condecoraciones propias de actos militares y no de actos civiles.
¿A qué viene, entonces, este gesto castrense tan inoportuno como innecesario e inamistoso?
¿Quiere el próximo rey chupar rueda de la popularidad que goza el Ejército o bien decir «aquí estoy yo» que soy útil por si hay otro golpe de Estado militar como el del 23-F?
¿Acaso no tiene el aún príncipe de Asturias quien le aconseje gestos sabios y prudentes, alejados del origen franquista-militar de la corona de su padre? ¿Quien le obliga a presentarse ante la soberanía popular vestido de capitán general? Su padre, que parece más pillo que él, debería aconsejarle que se presentara de civil ante Las Cortes. Para no asustar con malos recuerdos…
Ya no estamos en el 6 de diciembre de 1978. Entre dictadura militar o monarquía parlamentaria, los españoles elegimos entonces esta última. «A la fuerza ahorcan…» dicen en mi pueblo. Era como elegir entre susto o muerte. Y, sabia y prudentemente, con la libertad recién estrenada, elegimos susto. Y, la verdad, es que no nos ha ido tan mal en los casi 40 años que van desde la muerte del dictador. Gracias, eso sí, al espíritu de la Transición y a la complicidad y el empuje de la mayoría de los españoles.
No tengo confirmación (solo rumores) de que la Iglesia Católica quiera también meter la pata ahora en la coronación del futuro Felipe VI con alguna misa, te deum, o cualquier otro «hocus pocus» o abracadabra mágico-religioso o poniendo, quizás, un crucifijo junto al texto de nuestra Carta Magna. Sería el colmo. En un Estado aconfesional como el nuestro, veríamos otra vez, el altar y el trono, juntos, llevándonos hacia atrás en el túnel del tiempo… ¿Qué pintan militares y curas en actos tan puramente civiles como es la jura del futuro monarca ante la Constitución y los representantes del pueblo español?
Estos errores inciales, por muy insignificantes que parezcan, no harán más que acelerar la llegada de la Tercera República. Si el futuro rey Felipe VI propiciara una reforma constitucional en toda regla y un referendum legal sobre monarquía o república lo ganaría con holgura. Estoy convencido de ello. Y tendría, a partir de entonces, toda la legitimidad que ahora le falta por el pecado franquista-original de su padre.
Cada año que pase, manteniéndose el status quo de desprestigio de la clase política, enquistada en el reino de la corrupción y la impunidad, el empleo del nuevo rey se irá haciendo más y más frágil. Y las esperanzas de cambio de los jóvenes se irán depositanto, sin prisa pero sin pausa, en los ideales siempre vivos de la Tercera República.
En su articulo “Monarquía y referendum”, el profesor Javier Pérez Royo escribe en El País:
«El referéndum del 6 de diciembre de 1978 fue un acto de liquidación de las Leyes Fundamentales, pero no de legitimación de la Monarquía. Conllevaba la incorporación de la Monarquía a la fórmula de Gobierno que la Constitución establecía, pero no era esa incorporación lo que había sido objeto del debate constituyente y lo que específicamente se sometía a referéndum.
Esta es la razón por la que la Monarquía tiene una posición tan frágil en nuestro sistema político, como la reacción de pánico ante la abdicación del Rey ha puesto de manifiesto. Un órgano constitucional que no dispone de una legitimación democrática inequívoca está permanentemente amenazado de extinción. Y a una magistratura hereditaria, a estas alturas de la historia, la legitimación democrática solo puede proporcionársela un referéndum. La Transición como instancia legitimadora ha tenido una vigencia de 40 años, que no son pocos. Ya no da más de sí.»
Estoy de acuerdo con casi todo lo que dice. Pero no estoy de acuerdo con la afirmación de que la Transición ya no da más de sí. La Transición sigue viva y dará mucho más de sí porque está basada en el espíritu de diálogo, de consenso y de paz entre los españoles que tanta falta nos hizo durante siglos.
Nunca olvidaré el proyecto fabuloso del presidente Aldolfo Suárez cuando tenía que dar agua y, a la vez, cambiar las cañerías del Estado. Se resumía en esta frase, ya histórica: «De la Ley a la Ley, pasando por la Ley».
Y que no nos diga el futuro rey Felipe VI que no tiene poderes para ello. Josep M. Colomer lo deja bien claro en su artículo «Como Italia», publicado en El Pais:
«De acuerdo con la Constitución española, el jefe del Estado puede destituir al jefe del Gobierno, disolver el Parlamento, convocar elecciones, nombrar un nuevo presidente del Gobierno, así como a los ministros que este proponga, presidir personalmente las reuniones del Consejo de Ministros, expedir los decretos gubernamentales, promulgar las leyes y, de acuerdo con el jefe del Gobierno nombrado por él, convocar referéndums sobre decisiones políticas de especial importancia. Se espera en general que el jefe del Estado use estas capacidades de acuerdo con los resultados electorales. Pero en una situación de emergencia —como sin duda es la española—, los poderes del jefe del Estado están para usarlos —como en el caso italiano— de acuerdo con la letra del texto legal.»
Así, legalmente, con ese mismo espíritu de la Transición, vendrá la Tercera República si el próximo Rey no espabila y no acierta al propiciar las reformas que su reino (el actual reino de la impunidad) necesita con urgencia.
Aunque soy republicano, no me importaría que acertara.
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