Ha muerto Ramón Lobo, a quien tanto quería

Hace unos días, el fallecimiento de Ramón Lobo, el amigo de los abrazos, parecía inminente, pero nos resistíamos a creerlo. El domingo aún sonreía. Y dijo estar preparado. Acabo de recibir la noticia y aún me cuesta reconocer el vacío que me produce su pérdida. ¡Maldito cáncer!

Ramón no ha sufrido. Gracias, Willy.

Ahora vendrán los obituarios celebrando su bonhomía, su profesionalidad, su agudeza, su generosidad, su obra periodística y literaria descomunal… y todos se quedarán, nos quedaremos, cortos.

Pocos destacaremos, como merece, su gracia, su buen humor británico español, su finísima inteligencia y su integridad. Ramón ha sido una buena persona que derrochaba amor por doquier. Y risas, muchas risas. No sabía hacer el mal. ¡Qué gran compañero en La Gaceta de los Negocios y en El Sol! Yo le vi primero y le contraté en 1988. Siempre me sentí orgulloso de aquel acierto y siempre estuve en deuda con él.

Con Ramón Lobo, en la presentación de su último libro.

En estos momentos, no sé qué decir. Perder en un año a dos grandes amigos (Emilio Ontiveros y Ramón Lobo), con quienes siempre quise envejecer es muy duro. Noto una tristeza creciente. Aún no había cerrado una herida y hace un rato se me abre otra nueva. ¡Ay, Ramón, cuanto te vamos a extrañar!

Mi crítica de su último libro

El Gran Monólogo del Lobo

J. A. Martínez Soler

Endurecido con un callo protector, como corresponsal de muchas guerras y testigo directo de tantas miserias humanas, a mi colega Ramón Lobo le gusta hacerse pasar por malo. No lo consigue. ¡Qué bien nos transmite el espíritu de los balcones, a las ocho de cada tarde, durante el Gran Confinamiento cuando todos anduvimos extraviados, averiados, perdidos! El coronavirus nos igualó a todos en ese “miedo durmiente”. Ya es algo.

También nos da en su último libro (“Las ciudades evanescentes”) una lección de periodismo cuando destripa los efectos de la Gran Pandemia en la información no contrastada ni jerarquizada, sin contexto, ni basada en hechos probados. Me hace recordar a Noam Chomsky: “La gente ya no cree en los hechos”.  Lo llama “infodemia”.  No puede dejar se der reportero. Por eso, nos adereza su texto con datos, investigación y citas casi eruditas que se agradecen. Conoce bien al monstruo porque, como José Martí, “vivió en sus entrañas”.  Y se hace la pregunta ideal para conocer el precio de la noticia: “¿Quién paga a cambio de qué?”

Ramón Lobo, un abrazador que reparte toneladas de ternura y adarmes de tristeza, se pregunta: “¿Qué fue del niño soñador que fui?”. Aquí lo tenéis, negro sobre blanco, con palabras bien elegidas y mejor juntadas, en un texto de buena calidad literaria que rezuma un cierto “miedo durmiente” endulzado por su humor británico por parte de madre. Con ellas se desnuda y nos desnuda, a partir de las causas posibles y las consecuencias previsibles de la Gran Pandemia y del Gran Confinamiento. Se retrata a sí mismo, sin tapujos, y nos retrata a muchos de nosotros, más expertos que él en Al taqiyya, el arte del disimulo de los árabes. Si lo sabré yo.

Sigue siendo un niño soñador. La respuesta está clavada en las casi doscientas páginas de su Gran Monólogo, expresión de su “locura cuerda y productiva”. Con alma de Quijote y cuerpo de Sancho, Ramón se empeña en mostrarnos su rebeldía trasgresora y excéntrica, casi revolucionaria, mientras oculta en vano su sibaritismo culinario. Su bonhomía le traiciona en cada página. No os dejéis engañar por su habilidad literaria: Ramón es un cordero con piel de lobo. Lo sé. Por esa bondad natural y por su compromiso con la verdad periodística (no es un oxímoron, aunque lo parezca) le contraté como cofundador de dos de mis diarios fracasados más queridos (La Gaceta de los Negocios y El Sol).

Hace unos días, acudí a una librería de Madrid a la presentación post pandemia del libro a cargo del autor y de Javier del Pino, el conductor de “A vivir…” en la SER que nunca invita a políticos en activo (que dios se lo pague). Llovía a mares cuando me topé con un restaurante de la calle Echegaray (antes calle del Lobo) que ofrecía migas con torreznos. Como almeriense que soy, cuando llueve me gusta comer migas. Ante tamaña provocación (el restaurante se llama Casa Lobo) no tuve más remedio que zamparme un rico plato de migas… ¡con uvas de barco como las antiguas de mi tierra!

La librería estaba a tope. Allí me encontré con un diálogo cervantino sobre filosofía de la vida cotidiana, casi de andar por casa, hilvanado por dos artistas de la radio (el Lobo y el Pino) que escucho cada fin de semana en la SER. Entre risas compartidas (pues Ramón es un gran monologuista aún sin explotar), nos dejaron caer algunas cargas de profundidad de esas que te entran suavemente, como con vaselina, y luego te estallan dentro al salir de la librería. Lo que cuentan estos dos heterodoxos, medio en broma, te da qué pensar.  ¿De donde venimos? ¿Adónde vamos? Como ambos son de letras, no sabrán que un teólogo franciscano del Renacimiento (Luca Pacioli) trató de responder a esas preguntas y acabó inventando la contabilidad. Descubrió que venimos del Pasivo y vamos al Activo. O sea, el origen y la asignación de los fondos.

Ramón es un hombre de letras que pone el bien común por delante del dinero. Cultiva sus soledades más que Góngora. Nos habla de ocho soledades, ocho, y un poco también de la muerte, la última y definitiva. Pero lo hace con tanta gracia soterrada que te tragas el libro casi de un tirón. Su libro bordea la vida (lo nunca escrito) y la muerte (que nos iguala a todos en casi 2 kilos de ceniza). El Lobo es ingenioso y si lo juntas con Manuel Saco (“No hay dios”, qué gran libro) te partes de risa. No quiero destripar su historia, pero le copio aquí una leyenda sufí (la mayor escuela sufí estuvo en Pechina, Almería, en el siglo XI) sobre un cementerio en cuyas lápidas no había ni fechas de nacimiento ni de muerte. Solo días, horas o meses… “Aquí solo contamos el tiempo que somos felices”, dijo el sufí. Me ha recordado algo del testamento de nuestro gran califa Abderramán III, el hombre más poderoso del mundo en el siglo X: “En toda mi vida solo he sido feliz catorce días, no seguidos”.

Y qué me decís de esta frase del Lobo: “Si el tiempo es oro, perderlo debe ser un lujo extraordinario”. Qué razón tienes, Ramón. Lo descubrí, aunque tarde, al jubilarme. Por eso, él nos propone una ciudad ideal post pandémica con árboles y pajaritos y una gran plaza que se debería llamar “de la Conversación”. Ahí se le ve su fondo rebelde y heterodoxo. Giner de los Ríos la llamaría “Plaza del Santo Sacramento de la Conversación”.

Y para que vea que lo leí hasta el final, copio y pego su último párrafo:

“En nuestras retinas quedarán impresas las imágenes de los hospitales, los rostros marcados de las enfermeras y las médicas tras turnos eternos sin quitarse las protecciones, la extenuación y el impacto de lo vivido en sus ojos. En nuestros oídos quedarán el silencio mágico de las calles, el piar de los pájaros, los aplausos y las conversaciones desde las ventanas; también los planes y las esperanzas de construir un mundo en el que todos hayamos aprendido la lección. Solo queda un esfuerzo más: no olvidar jamás quienes fueron los imprescindibles y quienes son los impostores.”

Gracias, Ramón. Y enhorabuena por ser incapaz de disimular afectos y fobias. Cuando quieras te enseño el arte del disimulo que aprendí de niño en La Salle, un colegio de pago de Almería, y que practiqué, como un superviviente, hasta mi jubilación. Ya no. Ahora escribo como si fuera libre.

Anoche me acosté pensando en Ramón y hoy me levanté escuchando en la SER a Javier del Pino. Hablaba de Ramón. Los miembros de su familia adoptiva nos hemos cruzado mensajes de tristeza y dolor. Ramón se habría reído de nosotros. Y nos habría dicho que «la muerte es mala solo para quienes no han vivido».Luego he leído en El  País el obituario excelente de Guillermo Altares («el niño de Pedro», le decíamos cuando era pequeño). Gracias, Willy.  Con tu permiso, y el de Pepa Bueno, copio y pego aquí el texto de tu obituario:

OBITUARIO

Fallece el escritor y periodista Ramón Lobo, uno de los grandes corresponsales de guerra españoles

El reportero cubrió durante dos décadas conflictos internacionales para EL PAÍS y escribió novelas y libros de memorias

El periodista Ramón Lobo, en su casa de Madrid en 2016, en una imagen cedida.
El periodista Ramón Lobo, en su casa de Madrid en 2016, en una imagen cedida.
Guillermo Altares

GUILLERMO ALTARESMadrid – 02 ago 2023 – 23:29Actualizado:02 AGO 2023 – 23:43 CEST28

El periodista y escritor Ramón Lobo, uno de los grandes corresponsales de guerra de la prensa española, ha fallecido este miércoles en Madrid a los 68 años, víctima de un cáncer de pulmón que le diagnosticaron hace un año. Durante dos décadas cubrió para este diario los principales conflictos internacionales, desde Bosnia y Chechenia hasta Irak, Afganistán o Líbano, pasando por Sierra Leona, Congo o Ruanda, y lo hizo con una mezcla de humanidad y desgarro, sin esconder ningún detalle por terrible que fuera, pero siempre tratando de adoptar el punto de vista de aquellos que sufren las guerras.

Desde Sierra Leona, por ejemplo, firmó uno de sus grandes reportajes sobre la amputación sistemática de civiles por parte de la guerrilla, una de las atrocidades que marcó la guerra en ese país africano, en el que Lobo dejó una parte de su alma: “Es una lotería macabra. Los rebeldes sacan a la gente de sus casas. Obligan a los hombres a alinearse en la calle. Les dan un papelito doblado en el que está escrito su sino: brazo corto o largo; mano derecha o izquierda. Después, con un machete o un hacha, seccionan el miembro elegido por el azar. Samuel Taylor-Kamata tuvo mala suerte: le amputaron las dos. Habita en un colchón andrajoso del hospital de Connought, en Freetown. Ronda los 30 años. Su hermana, sentada a un lado, le da de beber agua a sorbos en un vaso de plástico. Samuel tampoco tiene lengua. Se la seccionaron con un cuchillo”.MÁS INFORMACIÓNTodos los artículos de Ramón Lobo en EL PAÍS

Lobo, que nació en Maracaibo (Venezuela) en 1955, aunque creció en el Madrid franquista y de la Transición, fue también un autor importante. Escribió dos novelas de periodistas —Isla África, que se tradujo al francés, italiano y portugués, y El día en que murió Kapuscinski—; un libro de memorias inclasificable y maravilloso, Todos náufragos, que era a la vez un retrato personal y generacional de un país herido, y varios libros de reportajes —El héroe inexistente, Cuadernos de Kabul y El autoestopista de Grozny (y otras historias de fútbol y guerra)—, además de un ensayo que se fraguó durante la pandemia, Las ciudades evanescentes.

En una carrera contra el tiempo y la enfermedad, dedicó las últimas semanas de su vida, cuando el cáncer ya estaba galopando a toda velocidad por su organismo, a terminar un libro que empezó siendo una reflexión sobre la muerte de su madre, Maud Leyder, a quien adoraba, y acabó mutando en una obra sobre su propio final. La escritura se convirtió en una forma de sortear una cita en Samarra que hacía tiempo sabía inevitable. Isla África, publicada en 2001, relata la historia de un periodista que busca un lugar donde morir de cáncer y se instala en Sierra Leona, donde pretende acabar un libro. El empeño de su personaje parece una descripción de sí mismo 22 años después: “Carlos escribía en un desesperado intento por alcanzar algún tipo de posteridad o para entretener el pánico y estirar su existencia más allá del calendario biológico o sobrevivirse encerrado en un papel de cuadrícula fina”.

El periodista Ramón Lobo en Roma en 2010, en una imagen cedida.
El periodista Ramón Lobo en Roma en 2010, en una imagen cedida.

Divertido, maestro del humor negro y de los chistes malos, con arranques homéricos de ira y de risa, Ramón Lobo fue un seductor que logró crearse una familia mucho más allá de la biología. Acompañado en sus últimas semanas por María, supo hacer fácil a los demás, con humor y realismo, un momento final al que llevaba décadas dándole vueltas. Como corresponsal de guerra, contó la muerte de los demás sin que jamás fuera banal —todas las víctimas son importantes en sus crónicas— y siempre recordó a los amigos que se quedaron por el camino —Miguel Gil en Sierra LeonaJulio Fuentes en AfganistánRicardo Ortega en Haití—.

Su desaparición, y todos los ritos que debían rodear su entierro, era una de sus conversaciones favoritas, que sus amigos aguantábamos con resignación. “Fantasear con la muerte, querer asistir al propio funeral (laico), participar en la colocación de las flores sobre las tumbas y al esparcimiento de las cenizas es, después de todo, la expresión máxima de la necesidad de compañía”, escribió en Las ciudades evanescentes, su peculiar homenaje a Las ciudades invisibles de Italo Calvino. “Me gustaba llevar velas blancas a las guerras. No solo representaban un seguro contra los cortes de electricidad, también ayudaban en el proceso de creación de una red emocional de emergencia”. Hablar de la muerte era su vela blanca en tiempos de paz.

Empezó muy pronto en el periodismo en diferentes medios —radio, agencias— y, tras un paso por la prensa económica, en la que hizo amigos que conservó toda su vida, fue redactor jefe de Internacional en el diario El Sol entre 1990 y 1992. Allí aprendió que no quería volver a ser jefe, aunque ya demostró una cualidad que marcaría toda su carrera: fue un maestro de periodistas, alguien que sabía transmitir sus enseñanzas a las siguientes generaciones. Muchos reporteros encontraron en Ramón consejos, tiempo, pedagogía y paciencia (que no era precisamente una de sus virtudes). Siempre estaba allí para cualquiera que quisiese dedicarse al duro oficio de ser reportero de guerra. Aunque ganó numerosos galardones —desde el premio Cirilo Rodríguezhasta el Manu Leguineche—, nada le hizo tanta ilusión como un doctorado honoris causa por la Universidad Miguel Hernández de Elche, donde un aula de periodismo lleva su nombre.Cuando cerró El Solsu lugar natural era EL PAÍS. Contaba muchas veces que en la entrevista que le hizo el entonces redactor jefe de Internacional, Luis Matías López, le preguntó: “¿Estarías dispuesto a ir a Sarajevo?”. A lo que respondió: “Llevo 15 años esperando a que me hagan esta pregunta”. Pocos meses después, mandaba sus crónicas desde la capital bosnia: “Hombres y mujeres empezaron a correr de un lado a otro en busca de refugio. Las explosiones se sucedían. Una, dos, tres… La sensación inicial de fragilidad se transforma en temor”.

Ramón Lobo, periodista y escritor, en la librería La Buena Vida, en abril de 2019.
Ramón Lobo, periodista y escritor, en la librería La Buena Vida, en abril de 2019.KIKE PARA

Pasó 20 años en la sección de Internacional, como enviado especial, pero también como editor minucioso y exigente. Sus breves eran obras maestras del periodismo de mesa. Se han perdido en la inmensidad de la hemeroteca y naturalmente no estaban firmados, pero constituyen uno de los máximos ejemplos del respeto que Ramón tuvo por su oficio y por los lectores. Cada columna de breves era perfecta, un ejemplo de que no hay ningún tamaño demasiado pequeño para el gran periodismo. Fue también un profesional curioso, siempre dispuesto a abrazar las nuevas tecnologías y comprendió que, en este oficio, nunca hay que negarse a aprender algo nuevo. Fue uno de los impulsores del periodismo digital en EL PAÍS con su blog Aguas Internacionales y sus Cuadernos de Kabul, que recogían sus crónicas afganas en un nuevo formato, ya alejado del papel. Fue también un pionero con su blog personal, En la boca del lobo.

En 2012 fue despedido, junto a otros 129 profesionales, en un ERE. Aquello supuso un duro golpe, pero empezó una segunda vida profesional, con un espacio dominical en A vivir que son dos días, el programa de la SER dirigido por Javier del Pino; en Infolibre y en El Periódico de Catalunya. Volvió a EL PAÍS en 2018 como columnista de la mano de Soledad Gallego-Díaz y Joaquín Estefanía.

Con cientos de miles de seguidores, desplegó también una intensa vida profesional en Twitter, donde se convirtió en un agitador político y cultural. Inconformista y crítico, hizo todo lo posible por cambiar, desde la izquierda aunque sin compromisos partidistas, el país en el que nació y creció y que definió así en Todos náufragos: “Soy un superviviente maltrecho de un doble maremoto, el familiar y el colectivo, que asoló España entre el 18 de julio de 1936 y el 20 de noviembre de 1975 y del que aún no nos hemos recuperado. Ambos, familia y país, fuimos aplastados por una forma de intolerancia impulsada y guiada desde el nacional-catolicismo”. Quizás, si hay una palabra que pueda definir su vida, y su obra, es la tolerancia y sus cientos de tuits demuestran hasta qué punto la defendió.

La jubilación fue uno de los grandes momentos de su vida: “Pienso en los muertos de mi camino, los que me adelantaron en dirección a Ítaca. La última, nuestra queridísima Alicia Gómez Montano. Pienso en mis amigos y compañeros de batallas Miguel Gil, Julio Fuentes y Ricardo Ortega. Me emociona sentirles tan cerca en un mundo paralelo. En eso soy muy africano. No creo en el Más Allá, pero sí en el poder de la imaginación. Me siento feliz porque mi segunda biografía da sentido a mi vida. Es un privilegio sentirse colmado y poder seguir. Alcanzo la edad de jubilación (aún deberé esperar unos meses) en plenitud profesional, la cabeza más o menos en su sitio y sin olvidar ni un instante quiénes son las víctimas y quiénes los verdugos. No tengo banderas, solo valores y principios”, escribió en su blog personal cuando cumplió los 65 años. No sabía entonces que la enfermedad iba a cruzarse en su camino en muy poco tiempo.

Ramón Lobo, en una imagen de febrero de 2009.
Ramón Lobo, en una imagen de febrero de 2009.EULOGIO MARTÍN CASTELLANOS

He sido amigo de Ramón Lobo durante más de tres décadas: me consideraba su hermano pequeño y yo le consideraba a él otro hermano mayor. Me enseñó muchas cosas sobre el periodismo —prepara cada viaje como si fuese el primero, la infraestructura es importante cuando se está en zona de conflicto, escucha, fíate del instinto, habla con la gente, trabaja a dos velocidades— y sobre la vida. Hemos viajado juntos, hablado durante horas, festejado, reído y llorado. Y pensé que le conocía de verdad hasta que me llamó hace un año para decirme que le habían diagnosticado un cáncer. Ramón era hipocondriaco y, como ya he dicho, no paraba de hablar de la muerte. Pero se enfrentó a su enfermedad con realismo y valentía, se ganó a todos sus médicos y supo gestionar con sentido del humor (negro, muy negro) un diagnóstico que se complicaba por minutos. Tenía dos cánceres diferentes, ambos con metástasis, y además un aneurisma de aorta. Tres enfermedades mortales a la vez. Cuando abrió un chat para informar a un grupo de amigos muy cercanos sobre la evolución de la enfermedad, lo llamó “Caso raro de cojones”. Y cuando decidió contar en su espacio de A vivir, A vista de Lobo, que dejaba la radio para dedicarse solo a tratarse, uno de sus médicos le dijo: “Cuenta lo de los dos cánceres, pero deja fuera lo del aneurisma, porque nadie te va a creer”. Sus cánceres tuvieron otro efecto más: siempre fue muy madridista, pero desde que le diagnosticaron la enfermedad pasó al fanatismo blanco.

“Muchos tienen miedo de pronunciar la palabra cáncer, pero yo la voy a pronunciar y no tengo miedo a decirlo”, explicó entonces en aquella entrevista con Javier del Pino. “No tengo miedo a decir que soy optimista, que voy a luchar, voy a pelear, lucharé hasta el último minuto. Partido a partido, semana a semana”. Del Pino volvió a entrevistarle recientemente, pero esta vez se había acabado el optimismo, aunque hizo uno de los mejores chistes de toda su enfermedad: se iba a poner a tope con el libro porque los periodistas trabajan mucho mejor con deadline, con una hora de cierre, para lo que el inglés utiliza la palabra muerte.

Entre tratamiento y tratamiento, tuvo tiempo de hacer un último viaje, a Venecia, una ciudad que le obsesionaba por su belleza y por su capacidad para desafiar el tiempo. Visitó la isla cementerio y la tumba de Joseph Brodsky. Acababa de descubrir Marca de agua, el libro del premio Nobel ruso sobre la ciudad, y fue una de sus últimas lecturas plenas. Me gusta imaginar que, cuando cruzaba alguno de los canales, mientras le daba vueltas a la muerte y a la vida, recordó unos versos de la canción de Fabrizio de André Preghiera in gennaio. Le gustaba muchísimo el cantautor italiano —fallecido de cáncer de pulmón, como Ramón— y especialmente esta canción que dedicó a un amigo que se suicidó: “Cuando él atraviese un día / el último viejo puente, a los suicidas dirá / besándolos en la frente: venid al Paraíso, / allá donde yo voy, / porque no existe infierno / en el mundo del buen Dios”. Ramón fue la antítesis de un suicida: disfrutó cada minuto de vida y su única barrera fue evitar el sufrimiento. Se puede imaginar su eternidad como un interminable partido en el que el Real Madrid siempre gana o como un hombre cruzando puentes en Venecia, escuchando a un sabio cantautor italiano, mientras recuerda una frase de Brodsky: “Nosotros partimos y la belleza permanece”. Ramón ha dejado mucha belleza en este mundo pese a haber relatado horrores sin fin. Gracias por todo, viejo amigo.

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SOBRE LA FIRMA

Guillermo Altares

Guillermo AltaresEs redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.Comentarios 28

Tomás Bárbulo, nuestro Bárbulo de La Gaceta de los Negocios y de El Sol, acaba de publicar en eldiario.es un obituario emocionante de Ramón Lobo. Como os advertí anoche, todos nos quedaremos cortos al cantar las excelencias del Lobo. Bárbulo define muy bien al buen Ramón: «Un héroe consecuente». Hasta el final. Con su permiso y el de Ignacio Escolar, copio y pego su obituario en mi blog:

El diario

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Ramón Lobo, el héroe consecuente

Tomás Bárbulo

El periodista Ramón Lobo
El periodista Ramón Lobo EFE / Cabalar

3 de agosto de 2023 09:01h
Actualizado el 03/08/2023 09:33h

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Había que ser muy imbécil para discutir con Ramón Lobo. Lo conocí en 1986 o 1987. Acababan de nombrarlo jefe de la sección de Internacional del diario Expansión, que yo había contribuido a sacar a la calle solo unos meses antes. En aquella época él tenía una brillante cabellera rubia y la sonrisa permanente que ha conservado hasta sus últimos días. Hablaba lo imprescindible, y respondía a las preguntas con alguna frase irónica, breve como un telegrama. Aunque causó sensación entre las chicas de la redacción, no hay ningún indicio de que traicionara a su primera esposa.

Era un joven cordial, amable, un hombre bueno y un profesional competente y trabajador. Eso lo puede decir cualquiera que lo conociera en aquella época. Nos hicimos amigos de inmediato. Juntos fuimos de Expansión a La gaceta de los negocios, y de allí al diario El Sol. Como decía José Antonio Martínez Soler, fundador y director efímero de estos dos últimos diarios, íbamos como santa Teresa, de fundación en fundación.

Ramón parecía condenado a ser jefe de Internacional durante toda su vida, hasta que lo fichó El País. Fue una decisión acertada del periódico, tan acertada como disparatada fue incluirlo, tres decenios más tarde, entre los 140 periodistas despedidos en el ERE que la empresa hizo para tapar los agujeros de la gestión de su CEO de entonces, Juan Luis Cebrián. El tiempo pone a todos en su sitio: la sonrisa amable de Ramón es recordada con cariño y admiración por sus amigos, por sus compañeros y por los lectores, por los oyentes y por los televidentes; sin embargo, poca gente menor de 40 años sabe hoy quién es aquel tipo que lo despidió.

En El País, Ramón comenzó a viajar. Su mirada y su forma de contar seguían la senda de Ryszard Kapuściński, aquel rey de los corresponsales que opinaba que “las malas personas no pueden ser periodistas”. Ramón desconfiaba de los editorialistas y de los jefes que le apremiaban con la hora de cierre o le exigían que les diera el titular de su crónica cuando él estaba en medio de una matanza entre tutsis y hutus en el corazón de Ruanda, o conduciendo a toda velocidad por la Avenida de los Francotiradores, en Sarajevo. Mientras otros hacían crónicas sobre el rudo valor de los combatientes, Ramón contaba las terribles historias de las víctimas. Por ellas se jugaba la vida. Fue precisamente su necesidad de escucharlas la que, en 2005, hizo que fuera secuestrado en un campo de refugiados de Gaza.

Decía al principio de esta crónica que había que ser muy imbécil para discutir con Ramón Lobo, un tipo que jamás alzaba la voz, hablaba con amable ironía, y siempre te regalaba una sonrisa. Un tipo que, cuando aquel señor como-se-llame lo dejó en la calle, se multiplicó en varios medios y se ganó su lugar en los escaparates de las librerías. Fue más periodista que nunca, más admirado que nunca.

Mi amigo Ramón Lobo, El Lobito, ha muerto. En un mensaje enviado a sus amigos para prevenirnos de la inminencia del desenlace, su viuda, María, contó que los médicos le habían preguntado cómo quería morir. Cuando salieron de la habitación, Ramón le dijo: “Al final no soy un impostor”. Ella añadió en su mensaje: “Consecuente hasta el final”. Efectivamente, fue un héroe consecuente.

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