To hear or not to hear! That is the question!
Mis vacaciones en Inglaterra (1)
En Londres he descubierto otra forma de leer y/o escuchar las obras de Shakespeare. Una ambulancia atiende en el Globe a quienes se desmayan en plena representación.
Como si la maestra me hubiera puesto la tarea de escribir la obligada redacción de “cómo pasé mis vacaciones en el pueblo”, voy a resumir, sin intención alguna de dar envidia, lo que hice en Inglaterra en 7 días de primavera. Lo último es, naturalmente, lo que tengo más fresco y, quizás, una de las visitas más recomendables de Londres. Pasen y vean…
El teatro Globe quedó reconstruido en 1997 con donativos por iniciativa de Sam Wanamaker, un actor y director yanqui. Por fuera parece una plaza de toros de pueblo. Paredes encaladas, sostenidas por grandes vigas, listones y travesaños de roble verde, dan un aspecto casi medieval a la reproducción fiel del Globe, el teatro donde se representaban principalmente las obras de William Shakespeare desde 1599 hasta 1642. El yeso va reforzado con pelos de vaca. (La entrada cuesta 11 libras para estudiantes y jubilados y, desde luego, se amortiza en risas).
En 1613, para imitar fielmente el sonido de un cañonazo en “Enrique VIII”, utilizaron un cañón de verdad. Pero la industria de los efectos especiales con cañones de atrezo no había avanzado lo suficiente. El disparo incendió el tejado de paja y junco y convirtió el Goble en ruinas. Fue reconstruido inmediatamente y aguantó todas inclemencias del tiempo meteorológico. Pero no las del tiempo político ni religioso. No sobrevivió a los cañonazos del Gobierno puritano de Inglaterra que, en 1642, mandó clausurar, por inmorales, todos los teatros. Cromwell demolió el Globe en 1644.
Londres había crecido lejos del pecado (que se sepa) en el lado Norte del río Támesis, una orilla llena de puritanos serios y aburridos. Y de abogados, en Temple, casi enfrente del Globe. Para divertirse un poco había que cruzar al lado Sur y pecaminoso del río.
Si no te bastaba con el teatro, ofrecían peleas brutales de osos y toros contra perros (“bears and bulls”, hoy sublimados en Wall Street). El oso, atado con una cuerda a una estaca, era atacado por perros a los que despedazaba. Algo parecido ocurría con el toro. El oso, un bien más escaso que el toro, siempre ganaba la pelea. Al Sur del Támesis no faltaban el alcohol, la música, las risas ni los burdeles. Hasta los niños bebían entonces cerveza pues el agua de Londres no era potable.
Como en el escenario del Globe, el río separaba ambos mundos. Los ángeles y dioses del teatro bajaban del Cielo/ático mediante una trampa de poleas bastante ingeniosa. Los diablos, fantasmas y brujas del Averno eran elevados desde una trampilla del sótano. Los mortales de la Tierra caminaban por el escenario.
En el patio (yard) caben cómodamente 600 espectadores de pie. Hasta 1.000, un poco apretados. Sentados en los palcos que rodean el escenario, como los tendidos de un coso taurino, caben 900. No hay techo ni luces artificiales, por lo que las representaciones se hacían, y se hacen, de día, a partir de las 2 de la tarde. Ese detalle luminoso, solo con luz natural, ayuda a comprender mejor las obras del genio inglés.
En aquel tiempo (y no como ahora, que el patio del butacas está oscuro), los actores veían las caras del público. Y viceversa. Y oían sus réplicas. Había diálogo entre actores y público. “¡Mátalo!”, le gritaban a Bruto. O bien, “No vayas”, le advertían a voces a Julio César. ”¡Mata a tu padrastro!”, le gritaban a Hamlet.
Cuando estrenaron la tele en mi casa, mi madre solía hablar a los actores en medio de la película. Les llamaba de todo. “Guarra, que eres una guarra”, les decía a las más descocadas de la pequeña pantalla. Así como los niños avisan a la señá Rosita para que se esconda de don Cristobita, el malo de las marionetas de García Lorca, así mismo los londinenses advertían a gritos a los actores de los peligros que corrían sus personajes o los increpaban. Cuando Hamlet dice, por ejemplo, “To be or not to be…” (“Ser o no ser”) una parte del público podía interrumpirle al grito de “¡Not to be, not to be!”. Un crítico de la época cuenta que le resultaba difícil entender a los actores a causa del griterío del público. Con razón, en Julio César, Marco Antonio reclama la atención del público cuando grita a los del patio: «¡Amigos, romanos, compatriotas, prestadme atención!» .
Las obras no eran inocuas. Tenían una carga política de actualidad y daban al público (y, sobre todo, al mecenas) lo que éste quería oír. Los mecenas encargaban y financiaban las obras de Shakespeare como hoy imprimen panfletos o producen videos electorales. La gran joroba y exagerada fealdad de Ricardo III (el ultimo rey inglés de la dinastía Plantagenet) no eran casuales. Ni tampoco la belleza o la bondad de los nuevos Tudor.
De pie en el patio (1 penique) o sentados en un tendido frente al escenario (2 peniques), los más pobres, vestidos con su mejor gabán o sayal de lino bruto o lana basta y sucia (que lavaban dos veces al año) podían ver la cara y la expresión de los actores pero (¡ay!) también podían verle la cara (y sus ropajes de fina seda) a los aristócratas y otras gentes principales del reino. Los pobres tenían prohibido usar la seda. Los palcos que hay a los lados y detrás del escenario, de cara al público, eran los más caros (6 peniques, más 3 por cojín). Sus nobles abonados no iban solo a ver el teatro sino a ser vistos por la plebe maloliente.
Cabían mil personas apretujadas en el patio: los “penny stinkers” o “apestosos de perra gorda”, que bebían cerveza y meaban allí mismo. Para sus necesidades de arte mayor (o sea, cagar) disponían de una fila de cubos abiertos en los bordes del patio.
Otro detalle relevante: el teatro no se hacía entonces solo para ser visto sino, sobre todo, para ser oído. No podían ver bien las expresiones de los actores. En cambio, sí podían oír sus voces y los pensamientos que expresaban en voz alta. Así se entienden mejor los monólogos o soliloquios de Hamlet o de lady Macbeth. No eran tales sino, más bien, diálogos con el público. Cuando un actor muere apuñalado en el escenario del Globe, cae muerto pero, además, tiene que gritar, sin micro, en voz muy alta: “I am dead” (“Estoy muerto”) . Para que el público se entere. Y entonces, el recién asesinado se levanta y hace mutis caminando tranquilamente por el entablado.
Grandísimas obras… para ser oídas. (To hear or not to hear, that is the question). Por eso, por razones acústicas, el coso de Shakespeare era redondo: para servir mejor a los oídos que a los ojos. Las obras seguían su curso pese al aguacero tradicional de Londres que lavaba las ropas y diluía la orina del público. Para el olfato solo había un remedio eficacísimo: alto consumo de ajos.+
Las mujeres no podían actuar. Los hombres lo hacían en su lugar, con voz de falsete y maquillaje a base de plomo. Eso explica, al cabo del tiempo, la parálisis de sus nervios y el envejecimiento prematuro de su rostro. Quienes habían actuado de bellas mujeres acababan interpretando a brujas feas y demonios terroríficos.
Al salir del edificio, poco antes de que empezara “Titus Andronicus”, la primera tragedia de Shakespeare, que está hora en cartel, llama la atención una ambulancia a la puerta del teatro. “Todos los días se desmaya alguien del público”, me dicen. Las crónicas del Times me lo confirman. En el escenario cortan manos y lenguas y brota sangre por doquier. Demasiada carnicería para los sensibles espectadores de hoy.
Me refugié en la tienda turística del Globe. Compré varias chucherías y una ingeniosa goma de borrar con manchas color sangre y la frase más famosa de lady Macbeth tras el crimen regio, al final, poco antes de morir: «Out, damned spot! Out, I say!» Y también: «Here’s the smell of the blood still. All the perfumes of Arabia will not sweeten this little hand».
“Out damned spot! Out, I say”! (“¡Fuera mancha maldita! ¡Fuera, digo yo!”).
Y, felizmente impresionado, salí corriendo de allí.
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