La vida es dura. Ya lo creo. Lo vimos en la película “Vivir es fácil…” que hizo David Trueba, tras las huellas de John Lennon, en Almería. Dura, aunque llena de ternura.
La democracia, también. Ambas tienen la ventaja de que son mejores que su alternativa: muerte o dictadura. Por eso, celebramos la dulzura de vivir y la responsabilidad de votar. Que cada uno viva y vote como quiera o como pueda. Pero que sepa, eso sí, que no hay vida ni voto gratis. Lo queramos o no, todo tiene su precio.
Lo que no vale es vivir ni votar con los ojos cerrados para quejarse luego de las consecuencias de tal idiotez. Votar con los ojos abiertos no es fácil. Todo lo contrario. Nos obliga a sopesar lo que producirá mayor beneficio o menor daño a nuestros principios e intereses.
Dilucidar cuánto hay de cerebro, de corazón o de tripas en nuestro voto. Cuánto de miedo o de audacia, de pensamiento o de sentimiento, de sentido común o de temeridad.
También cuenta, a veces, el placer dar una patada al otro, con tal de que no nos salga el tiro por la culata y resulte ser una patada en nuestro culo.
Votar con los ojos abiertos exige informarse bien, pensar y decidir para que no nos den gato por liebre. Y no es fácil.
En vísperas del 20-D, en un almuerzo presidido por el teniente general Casinello, pregunté a Rubalcaba si debía votar al PSOE, tapándome la nariz, o a otro, tapándome los ojos. Rápido e ingenioso, como de costumbre, Rubalcaba me respondió:
-“Puestos a elegir, yo preferiría perder el olfato antes que la vista”.
Le hice caso. Después de haber votado antes contra el bipartidismo, que tanto me había decepcionado, decidí volver a mis orígenes y, tapándome la nariz, el 20-D voté a la nueva generación del PSOE.
Visto lo visto, no me arrepiento. Por responsabilidad y, por qué no decirlo, por miedo a los extremos del PP y de Podemos (ambos con piel de cordero), volveré a votar al PSOE.
¡Bendito voto del miedo! El miedo es fantástico. Nos abre los ojos, nos avisa y nos protege de muchos peligros.
Hace casi 40 años, nadie lo hubiera imaginado. Alfonso Guerra arrancó un largo aplauso del público, mayoritariamente conservador, que asistió el miércoles al homenaje a Adolfo Suárez, en el segundo aniversario de su muerte. ¿Cambió Suárez, cambió Guerra, cambiamos todos nosotros?
El retrato, casi literario, que Guerra nos hizo el ex vicepresidente del Gobierno socialista sobre aquel a quien dicen que llamó “tahúr del Misisipi” fue magistral.
Empezó con lord Byron (“el único profeta verdadero es el pasado”) para defender la necesidad de mantener los valores que hicieron posible la transición en paz de la dictadura a la democracia. Siguió con la crítica a los nuevos “adanes” que consideran que antes de ellos no hubo nada. Y concluyó con la mejor valoración que se puede hacer de una persona: “Suárez marcó una línea en la Historia».
Ha aquí algunas de las pinceladas que Alfonso Guerra dio al retrato de Adolfo Suárez:
Ni timorato ni temerario, el presidente Suárez fue un ejemplo de reflexión y decisión, de tolerancia y de educación. El hombre es duda que busca seguridad, se mueve entre la tentación de dudar y la necesidad de decidir.
Suárez no buscó la auto redención. Fue numerario desclasado de un régimen oprobioso. En él ascendió a la cumbre de lo que quiso derribar. Nadie le comprendió. Los suyos desconfiaban de él como jefe del Movimiento. «Qué error, qué inmenso error», escribió La Cierva, uno de los suyos, cuando el Rey le encargó formar Gobierno. Sin ningún rencor, Suárez le hizo ministro.
Tuvo que navegar entre la descomposición desde arriba y la presión y alta conflictividad social desde abajo. Atrajo a los conservadores a la democracia. Sobre el pilar del consenso, todos cedieron para conseguir el acuerdo el 78. La ayudaron grandes personajes: Felipe González, Santiago Carrillo, Fernando Abril Martorell, Gutiérrez Mellado, el Rey y otros.
En aquellos años difíciles de incertidumbres, crisis, víctimas, libertad y consenso, todos tenemos una nómina de las renuncias que hicimos para restaurar la democracia sin venganzas. Se limitaba la libertad de recordar de los vencidos. Objetivo: que los nietos no sufran nunca más la guerra civil ni la dictadura.
Hubo muchas críticas erradas. Para unos, no se llegó todo lo lejos que se debía. Para otros, fuimos demasiado lejos. Se hizo lo que convenía a todos para que fuera aceptado por todos. Con ese punto medio, Adolfo Suárez cambió la Historia.
A menudo se ha destacado que yo tenía animadversión hacia Suárez. No hagan caso. No es cierto. Durante muchos años, he mantenido una intensa relación con él. Tengo, eso sí, una conciencia culpable porque el 10 de abril de 2002 no le creí. Le pregunté cómo llevaba sus memorias. Me replicó: «No habrá tal cosa, Alfonso, porque estoy perdiendo la memoria». Yo no le creí.
En enero de 1981 me anunció su dimisión. Once meses después del golpe de Estado, en diciembre de 1981, le pregunté el por qué de su dimisión: «Al final, estaba solo», me dijo.
La soledad del corredor de fondo: líder y nada. Comprendí que la amistad es la relación inconclusa de dos soledades.
Guerra terminó su elogio a Adolfo Suárez con esta frase: «No ha dejado de pensar en España».
En mi opinión, desde que le conozco, Alfonso Guerra, tampoco.
Al ex vicepresidente socialista le pasa como al buen vino. Mejora con la edad. Aplaudí, con gusto, su elogio de Suárez.
Abundaban en el público las canas y las calvas. Pocos jóvenes. Lástima. Echamos de menos a la joven duquesa de Suárez, Alejandra Romero, que se excusó por un viaje. Los salones del Instituto de Estudios Constitucionales estaban a rebosar. Presidió el acto mi paisano almeriense el teniente general Andrés Casinello, presidente de la ADVT (Asociación para la Defensa de los Valores de la Transición). De la vida y la obra de Suárez habló también uno de sus ministros: Rafael Calvo Ortega.
En un país de desagradecidos, el homenaje póstumo al presidente Suárez nos reconcilia con un puñado de españoles.
Por responsabilidad y -¡cómo no!- por miedo justificado al PP, he decidido volver a mis orígenes: votaré al PSOE en las elecciones generales del próximo 20 de diciembre.
No conozco a ninguno de los nuevos líderes del PSOE (salvo Jordi Sevilla, que me gusta) pero les he seguido con atención y creo que merecen una oportunidad para sanear el partido y reducir el Indice de Corrupción Ambiental (ICA) de España.
Joaquín Almunia abrió hace años el Partido Socialista a los simpatizantes. Creo que yo fui el primero de Almería que, cargado de ilusión, se apuntó en esa lista. Si no me borraron cuando dije, en mayo del 2014, que votaría contra el bipartidismo, mi nombre debe seguir en ella. Me gustaría que así fuera. Si me borraron, al caer sobre mí sobre la oportuna excomunión, ya pueden volver al inscribirme en esa lista de honor.
Sí, Fernando, Manolo, Enrique, Antonio, incluso Fernando Martínez, volveré a votar al PSOE también por la recuperación de mi propia memoria familiar y porque las conversaciones con no pocos amigos me han inclinado a ello. Escarmentado como estoy por las fechorías del PSOE, desde los últimos años de Felipe González hasta el final de Zapatero, creo que los nuevos líderes socialistas merecen, al menos, el beneficio de la duda y, siempre, la presunción de inocencia.
El mes pasado, en un almuerzo de la Asociación para la Defensa de los Valores de la Transición, que preside mi paisano Andrés Casinello, pregunté a Alfredo Pérez Rubalcaba si debía votar al PSOE, tapándome aún la nariz, o votar a Ciudadanos, tapándome los ojos.
Rápido e ingenioso, como de costumbre, Rubalcaba me respondió:
–«Puestos a elegir, yo prefería perder el olfato antes que la vista».
No le faltaba razón. Desde las europeas hasta hoy, he seguido con atención la renovación de la cúpula del Partido Socialista. Aunque a los nuevos líderes les falta un hervor (¿acaso no les faltaba a Felipe González o a Alfonso Guerra en el 82?), observo en ellos una evolución positiva. Tratan de devolver al PSOE los valores de honradez, solidaridad, justicia y libertad que nunca debió abandonar.
En vísperas de las elecciones europeas de mayo de 2014 publiqué en este blog una reflexión titulada «Mi voto (no sin dolor) contra el bipartidismo». Al final, después de no pocas dudas, voté a Equo. Quería premiar a los del 15-M. Un homenaje a mi hijo David que pasó muchas horas en la Puerta del Sol para protestar, como él decía, «contra todo, papá, vamos contra todo».
-» Por último, una pregunta sobre las elecciones europeas, en las que declaró públicamente no haber votado al PSOE:
“Celebro que los dos grandes partidos PP y PSOE se hayan dado este merecido batacazo para ver si espabilan y entienden que hay otra forma posible, y más limpia, de hacer política. En efecto, no he votado a ninguno de los dos. Fui más a la izquierda. Pero no me cambié de chaqueta. Esta vez, solo la llevé a lavar. Como simpatizante, yo sigo vistiendo la chaqueta de los ideales socialistas. Y si aciertan a limpiarlo de corrupción y de malas prácticas y a ilusionar al pueblo, estaré encantado de volver a votar al PSOE. Si no lo hacen, serán irrelevantes para el futuro de España”.
Aunque el PP iba mucho peor, hace años que el Partido Socialista se había ido convirtiendo en una ominosa oficina de colocación plagada de nepotismo, enchufismo y clientelismo. El castigo recibido por ello ha sido tan duro como merecido. Creo que los nuevos líderes han lavado la ropa sucia y parecen dispuestos a cambiar.
Hoy no tengo duda: de las cuatro opciones principales que se nos presentan el 20-D, la del PSOE es la mejor para la España que yo quiero para mis hijos y nieto. En esta decisión ha pesado mi cerebro y, ¿por que negarlo?, también mi corazón. El PSOE fue el partido de mis padres y de mi hermana y es al que votan la mayor parte de mis amigos…
A veces, acierto cuando rectifico. Ojalá esta vez sea así.