Con un homenaje entrañable, el “Colectivo Juan de Mairena” celebró ayer en Barcelona la vida y la obra del historiador Gabriel Jackson, el sabio bueno, íntegro y generoso que nos reconcilió con nuestra historia. Ha sido la primera señal de gratitud de un grupo de españoles hacia el hombre que tanto nos dio durante sus 98 años de vida, 25 de los cuales los pasó en España.
No nos extrañó que ni la prensa española ni las instituciones públicas se hicieran eco del homenaje, tan merecido, para quien tanto hizo por limpiar de mitos falsos nuestra historia reciente, desvirtuada por los palmeros franquistas. Excepto un diputados socialista (del PSC), ningún otro representante del pueblo acudió al homenaje. Nadie del Ayuntamiento de Barcelona (donde se jubiló y vivió 25 años) ni de la Generalitat de Cataluña. Gabriel Jackson aún no tiene una calle con su nombre el la ciudad condal, su ciudad de adopción.
Excepto el diario El Pais, donde Jackson divulgaba sus análisis, que publicó obituarios de sus discípulos, los demás medios apenas dieron la noticia de su muerte hace tres meses. Sin embargo, en las redes sociales hubo un aluvión de muestras de gratitud personal hacia Jackson por aquellos que , en su juventud, habíamos leído su libro, ya clásico, sobre «La República Española y la guerra civil».
Él fue el precursor que nos abrió los ojos, nos descubrió otra España y, en la oscuridad de la Dictadura, nos permitió sentirnos orgullosos de ser españoles. Quienes leímos su libro, no superado ni desmentido por los más de 5.500 publicados después sobre la II República, estaremos siempre en deuda con él.
Esa gratitud y esa deuda fueron destacadas en el escenario por personajes notables como, por ejemplo, Angel Viñas, Francesc Carreras, Gonzalo Pontón o Carmen Negrín, nieta del que fue presidente del Gobierno en la II República. Eso reconocieron también, en sus cartas de adhesión, discípulos tan distinguidos como José Álvarez Junco o Juan Pablo Fusi.
El acto, que duró tres horas y media, se me hizo corto. Constaba de tres partes: la persona, el académico y el activista. Y estuvo animado por cortes de video de entrevistas grabada a Jackson. Fue emocionante ver al maestro, al amigo, defendiendo sus verdades, «la verdad de cada uno». Contrario a ciertas «equidistancias injustificables», Gabriel Jackson, «Gabe» para los amigos, decía lo que pensaba. Por eso, intelectuales de alquiler huían de él como del diablo. Miembro de una familia judía del Este de Europa se fue a Estados Unidos y se salvó del Holocausto nazi, Gabe criticó abiertamente los nacionalismos. «No tienen razón de ser», nos decía. Luchaba contra los falsos mitos:
-«Los vascos y los catalanes son privilegiados, no víctimas».
Era un intelectual entero, austero, sencillo y humilde, comprometido siempre con causas nobles. Nadie le callaba. Quizás, por eso, cuando Jordi Pujol, el ex honorable y presunto delincuente, le llamó a su despacho de presidente de la Generalitat, no se mordió la lengua. El golfo de Pujol le cortó en seco y le despidió con descortesía. Le dijo:
-«Márchese. No le he llamado para escuchar su versión de Cataluña sino para contarle yo la mía».
Como hombre de izquierdas, tampoco ocultó su decepción cuando observó a socialistas catalanes arrimándose a ciertas tesis de los nacionalistas de las que él discrepaba abiertamente.
Gracias a sus investigaciones, libros, artículos y conferencias, Gabriel nos deja un legado inmenso de enorme impacto para nosotros y para las generaciones venideras. Pero, sobre todo, nos deja una vida ejemplar digna de ser imitada. Los interrogatorios y amenazas del FBI para que denunciara a sus colegas izquierdistas durante la guerra fría no le doblegaron. Gabriel Jackson, como nuestra Mariana Pineda, se negó a declarar y sufrió la consiguiente persecución y castigo del macartismo norteamericano.
Celebró nuestra transición pacífica de la Dictadura a la Democracia. Le vi contento con lo que el llamó una «cambio positivo». El 9 de abril de 1977, el mismo día que el presidente Adolfo Suárez había ordenado la legalización del Partido Comunista, se emocionó de tal modo que decidió jubilarse y vivir en España. En 1995, el Gobierno de Zapatero le concedió la nacionalidad española. Le vi emocionado.
Fue un científico social notable, un historiador honesto, una persona alegre, optimista, cabal, cordial , sencilla, pero rica en matices y, en el sentido machadiano, fue un hombre bueno.
¡Qué suerte y qué honor haberle conocido!
Gracias a Martín Alonso y a todo el Colectivo Juan de Mairena. También yo estaré siempre en deuda con él. Y con vosotros, por este cariñoso, conmovedor y generoso homenaje a mi maestro, a mi amigo.
“Muerto Franco, había que estrenar la libertad. Desconcierto grande. No había costumbre”. (Julio Cerón)
En vísperas del 40 aniversario de la Constitución de 1978, presentamos el libro “Los periodistas estábamos allí para contarlo”, escrito por 150 colegas, en la Asociación para la Defensa de los Valores de la Transición. Miguel Ángel Aguilar nos recordó que “la Democracia no nos tocó en una tómbola” y que “la Transición, que hicimos sin pasar la cuenta, fue difícil y peligrosa”.
En ese acto, yo compartía mesa y mantel con Nicolás Franco, sobrino del dictador, quien asentía y disfrutaba del debate. En ocasiones, me hacia confidencias, casi al oído, sobre anécdotas de aquellos años “que vivimos peligrosamente”. Siempre le estaré agradecido a Nicolás. Me ayudó a salvar el semanario Doblón, secuestrado por la policía franquista. Aquel día, tan difícil como esperanzador, su tío estaba de cuerpo presente y Nicolás facilitó que un escrito mío llegara manos del futuro Rey. En pocas horas, la policía retiró el precinto y nos permitió distribuir Doblón con la portada, tan ansiada, de “Ha muerto”.
Al repasar hoy las páginas del libro, con fotos de tantos amigos y colegas de hace 40 años, me dio un ataque de nostalgia.
“La nostalgia”, decía Ramón Gómez de la Serna, “es la sonrisa al trasluz”.Al repasar hoy las páginas del libro, con fotos de tantos amigos y colegas de hace 40 años, me dio un ataque de nostalgia. “La nostalgia”, decía Ramón Gómez de la Serna, “es la sonrisa al trasluz”.
Sin regodearme demasiado en los años de la Transición, que tuvimos el privilegio (y el miedo) de compartir, he comprobado una coincidencia en casi todos los autores del libro: los jóvenes apenas valoran la libertad que disfrutan hoy porque nunca les faltó. Con la libertad pasa como con el oxígeno: conoces y valoras su importancia solo cuando te falta.
He comprado tres ejemplares del libro, uno para cada uno de mis hijos.
Para mi archivo personal, voy a copiar y pegar aquí el capítulo que me tocó escribir y algunas páginas de la introducción que Rodrigo Vázquez Prada (le llamábamos cariñosamente “Vázquez Pravda”) ha escrito sobre aquellos años.
Abril y Guerra, parteros de la Constitución del 78
José A. Martínez Soler
A muchos jóvenes de hoy les cuesta entender el valor de la Transición. Nacieron con libertad y dan por hecho que la merecen, sin más, como si viniera gratis con la compra. Sin embargo, hay batallas que, al cabo de 40 años y en justicia, deben ser conocidas y reconocidas. En ellas participaron héroes anónimos, modestos, que no aparecen en la foto de los padres de la Constitución. No quisieron presumir de su papel, a mi juicio irremplazable, en la reconstrucción de la concordia nacional.
Percibí el primer aroma constitucional, en el verano de 1977, al término de una de aquellas “paellas de la Transición” que celebrábamos en mi casa con políticos españoles y periodistas extranjeros colegas de mi mujer, Ana Westley. Aquella tarde, Crisanto Plaza (del equipo de Adolfo Suárez) y Joaquín Leguina (del equipo de Felipe González) andaban enzarzados en un debate intenso en torno a una palabra que resultaría clave para nuestro futuro: las contrapartidas. Estaban de acuerdo en que no habría ajuste económico duro sin paz social y, sin ella, no sería viable el pacto constitucional. Ambos amigos procedían de la izquierda, pero uno trabajaba para el gobierno, a las órdenes de José Luis Leal, y el otro para el líder de la oposición. Así eran los puentes semi clandestinos, flexibles pero irrompibles, entre el centro derecha y el centro izquierda.
Aquella tarde, supe que José Luis Leal, Blas Calzada, Luis Ángel Rojo, Manuel Lagares y Enrique Fuentes Quintana ya estaban trabajando en las medidas concretas de ajuste económico, que serían inaceptables para los sindicatos y para la izquierda si los trabajadores no recibían algunas contrapartidas a cambio de la desaceleración salarial. Se trataba de tejer una doble transición, la política (cómo pasar pacíficamente de una Dictadura a una Democracia) y la económica y social (cómo pasar del tercer mundo al primer mundo). Esa película impresionante, una obra descomunal para mi generación, estaba pasando frente a mis ojos, a gran velocidad.
Un imparable círculo vicioso de inflación desbocada, alzas salariales, conflictividad laboral, etc., había sumido a la economía española en un agujero negro. Para puentear la primera gran crisis del petróleo, el bunker franquista intentó, sin éxito, comprar la paz social con inflación, subiendo salarios, mientras el dictador se acercaba al final de su vida. Había que esperar a lo que se llamó “el hecho biológico”. Nos encontrábamos, pues, con tres desequilibrios descomunales: una inflación del 26 %, con alzas salariales que apuntaban al 35 % y alta conflictividad social, unos tipos de interés del 20%, un enorme déficit exterior y un paro galopante (propio e importado con el regreso de emigrantes) que pasó de 300.000 en 1973 a cerca de un millón en 1977. Por no hablar del terrorismo de ETA y del “ruido de sables” de los militares franquistas.
Las famosas contrapartidas, que Crisanto Plaza llevaba garabateadas en un folio, y que había hecho llegar, no sé cómo, a Federico Ysart y a Fernando Abril Martorell, eran los pilares del futuro Estado del Bienestar: Educación, Sanidad, Pensiones, etc. Con 400.000 nuevas plazas escolares, la construcción de no sé cuantos hospitales, la subida de las pensiones, etc., los sindicatos aceptarían contener el alza salarial. Bajarían sus ingresos monetarios reales, pero recuperarían tal pérdida en especies para la educación de sus hijos, la salud de sus mayores, etc. Para poder cumplir tales promesas, con más gasto público, Francisco Fernández Marugán, mi colega del SUT (Servicio Universitario del Trabajo), ya estaba ayudando a José V. Sevilla, director de Tributos con el ministro Fernández Ordóñez, en la redacción de la reforma fiscal que comenzó a finales de 1977.
El ajuste monetario y fiscal fue tremendo. El pacto económico iba ligado a otro pacto: el político. Se derogó la censura de prensa, se estableció el delito de tortura, se despenalizó el adulterio, se disolvió el Movimiento Nacional de Franco, etc. El 25 de octubre de 1977, los representantes de la flamante soberanía popular, firmaron los Pactos de la Moncloa. Al cabo de un año, la inflación desbocada había pasado del 26 % al 16 % y la conflictividad social había descendido drásticamente. En efecto, aquellos pactos abrieron la senda que nos llevó un año más tarde, en paz social, a la Constitución de 1978. Los sindicatos acababan de salir de la clandestinidad y las patronales se estaban organizando. En ausencia de fuerzas sociales representativas (apenas hubo tiempo para celebrar elecciones sindicales ni patronales), los líderes políticos, elegidos por los españoles, tomaron la iniciativa.
La UGT y el PSOE eran los más reacios a firmar. Esos pactos darían oxigeno a Suárez, su adversario político. Con fina sagacidad, el vicepresidente político, Fernando Abril, logró convencer a Santiago Carrillo de que, sin esos pactos, sería muy difícil llegar al acuerdo constitucional imprescindible para consolidar la democracia. El acuerdo entre Abril y Carrillo hizo un sándwich, bastante comestible, con Felipe González en medio. Con los comunistas a favor del pacto, el líder socialista no podía quedarse fuera.
Gracias a mis amigos de Cambio 16 (Crisanto, Joaquín, José Luis y Blas) pude conocer, de primera mano, la cocina que hubo detrás de los Pactos de la Moncloa. Claro que no podía publicar nada de ello en El País. Mis fuentes eran confidenciales. Y gracias a ellos, oí hablar, por primera vez, con admiración y afecto, de Fernando Abril Martorell, un personaje notable que ejercería una valiosa influencia en mi posterior evolución personal, política y profesional. Unos meses más tarde, en febrero de 1978, Abril Martorell, nuevo vicepresidente económico, reforzó el equipo de José Luis Leal como secretario de Estado de Economía. Fue entonces cuando dejé el periodismo y me puse a trabajar para el gobierno de Adolfo Suarez, primero con el ministro de Hacienda y luego con el de Economía.
Mi mesa de trabajo estaba en Castellana, 3, en el último piso, un ático que llamábamos “el palomar”. Tuve entonces el privilegio de hablar y trabajar con mucha frecuencia con Abril Martorell en su despacho de la primera planta que fue del almirante Carrero Blanco. “Y de Azaña”, me corregía Fernando. Allí preparábamos el Programa Económico del gobierno que fue aprobado por Las Cortes. El vicepresidente Abril me premió con su amistad, con su magisterio y con algunas confidencias que me hicieron sentir que estaba en el lugar más relevante y en el momento más oportuno de mi historia personal y profesional. Abril tenía un aguante físico, hasta altas horas de la madrugada, muy superior al de sus interlocutores. Les agotaba. En ocasiones, ganaba batallas por puro cansancio del adversario.
En aquellas veladas interminables, en comedores reservados de “Jose Luis”, “El Escuadrón”, etc., se encontró, frente a frente, con otro político de su talla, bastante duro de roer: Alfonso Guerra, número 2 del PSOE. Ambos adversarios se convirtieron pronto en los desatascadores secretos de los conflictos más sensibles que frenaban el proceso constituyente. Dos pasos adelante y uno atrás, se convirtió en un hábito negociador. No tengo espacio aquí para entrar en detalles, pero sí para dejar constancia de mi convencimiento firme de que, sin las interminables conversaciones nocturnas entre Abril y Guerra, la Constitución hubiera sufrido atascos fatales y pasos atrás quizás irreversibles. Ellos fueron el Cánovas y el Sagasta de nuestro siglo.
Cada mañana, cargados de café y ojeras, Abril y Guerra comunicaban a sus respectivos jefes los acuerdos logrados la noche anterior. A continuación, Adolfo Suárez y Felipe González hacían lo propio con los redactores del proyecto constitucional de sus respectivos partidos. Así, los padres de la Constitución pudieron seguir, a trompicones, con su trabajo y coronarlo con éxito antes del referéndum del 6 de diciembre de 1978. Ese día adopté la bandera bicolor como propia y lo celebré con mi vecino, el coronel Lisarrague. Como Abril y Guerra, Lisarrague y yo éramos adversarios políticos que acabamos siendo amigos.
El día que murió Fernando Abril, 16 de febrero de 1998, acudí, desconsolado, al tanatorio madrileño de la M-30. Velando su cadáver, encontré allí a su amigo Alfonso Guerra, ex vicepresidente del Gobierno socialista. El parto constitucional fue, con nobleza y miedo, el crisol de su amistad, una prueba de fuego del consenso y de la concordia nacional. Hemos reconocido, con justicia, el papel de los padres de la Constitución. Están en la foto. Ya es hora, al cabo de 40 años, de reconocer, también públicamente, a Fernando Abril Martorell y a Alfonso Guerra su papel, imprescindible, como parteros de la Constitución del 78. Se lo merecen.
José A. Martínez Soler
Fundador de los diarios 20 minutos, El Sol y La Gaceta, del semanario Doblón y del informativo “Buenos Días” de TVE. Redactor-jefe fundador del semanario Cambio 16 y redactor jefe de Internacional y de Economía y Trabajo del diario El País. Director de los Telediarios y corresponsal de El Globo y RTVE en EE.UU. Doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense y diplomado por la Nieman Foundation for Journalism de la Universidad de Harvard (EE.UU). Autor de varios libros (“Los empresarios ante la crisis”, “Jaque a Polanco” y “Autopistas de la Información”). Profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Almería. Posee la Medalla de Andalucía.
No suelo ir a funerales y, como ateo empedernido, huyo de las liturgias eclesiásticas. Sin embargo, hoy me acerqué al funeral de Sofía Gandarias. Estaba en deuda con ella. Por su sonrisa permanente de buena persona y por su obra pictórica. En ese orden. También, como no, por dar un abrazo al amigo entrañable que es su marido, Enrique Barón. Hace más de 40 años, me enseñó a pescar truchas con las manos. No solo por eso, siempre voté la lista que llevaba su nombre impreso. Uno de los políticos más honrados que conozco. Frenó su carrera, brillante no obstante, por carecer del instinto de matar. O por no ejercerlo.
La iglesia madrileña de San Antón, llena a rebosar durante el precioso funeral en memoria de la pintora Sofía Gandarias, era esta tarde un espejo de la transición. Dijo José Saramago que sus cuadros eran “espejos pintados”. De estar viva entre nosotros, Sofía habría sonreído al ver hoy juntos a tantos amigos suyos, de su marido y de su hijo Alejandro.
En Madrid, hace tiempo que dicen las misas en castellano. Yo me las sabía en latín. La de hoy fue cantada, y bien cantada, por cierto, también en la lengua de los vascos. Del “Pater Noster” que yo cantaba de niño pasaron hoy al “Aita Gurea”. Los músicos y el coro lograron emocionarme. ¡Qué misa tan bonita! Jamás me imaginé yo escribiendo la última frase que acabo de escribir. Ahí queda. Hay que ver lo que sabe la Iglesia cuando se propone hacer bien las cosas.
El padre Ángel, de los Mensajeros de la Paz, cedió el micro al famoso padre Lezama para que, como vasco, cantara el Aita Gurea en su lengua materna. Con el micrófono abierto sobre el ara, oímos al cura Lezama decir “en qué apuro me habéis metido” o algo así. Solo cantó en euskera, sin chuleta, apenas un par de versos: los del “Pater noster qui es in coelis/ santificetur nomen tuum…”
Hombre de recursos, no solo económicos, el cura amigo de papas y príncipes de la Iglesia rápidamente echó mano de una chuleta que, por si acaso, traía de casa (o de su taberna) y continuó cantando con el coro en lengua vasca. Pudo así destacar también las excelencias de la identidad vasca de Sofía Gandarias, nacida en Guernica de madre vasca. Su marido, emocionado al recordar a su esposa muerta, le replicó al cura: “Sofía tenía más apellidos vascos que tu”. En ese momento, Sofía no podría haber evitado la risa. Tampoco la evitamos nosotros. Quique Barón se ganó un aplauso.
Gracias a la música, bellamente interpretada –chistu incluido-, el funeral de nuestra amiga Sofía se me hizo corto. Me creía incapaz de emocionarme con el “hocus pocus” de la liturgia católica, que tengo tan felizmente olvidada. Sin embargo, hoy me emocioné. Junto al excelente trabajo de los músicos, que incluyeron el mejor instrumento que conozco –la voz humana-, me influyó seguramente ver tantas caras amigas en torno al altar. En su mayoría, coautores de la ejemplar Transición de la Dictadura a la Democracia.
Y, como no, me influyó, sin duda, el cuadro espectacular que Sofía pintó del Papa Francisco y que, poco antes de morir, cedió a los Mensajeros de la Paz. Con influencias de Zurbarán –como recordó su hijo Alejandro– y algo de Gutierrez-Solana, la cara y las manos del Papa son todo un poema. Ese cuadro, y la música, impregnaron de arte toda la ceremonia.
Un homenaje a la artista, a la mujer del amigo, a la madre de Alejandro, hecho un hombre. Y un ataque de nostalgia por los ratos que compartimos en su taller y en torno a su obra. Inolvidable su exposición itinerante sobre Primo Levi, el autor de “Si esto es un hombre”, la obra más espeluznante sobre los campos nazis de exterminio.
Inolvidable su azul propio, el azul Gandarias, un azul fuerte con brillos morados. Ha tenido su viudo la genial y generosa idea de repartir los pinceles y espátulas de su esposa entre los asistentes al funeral. A mi me tocó un pincel, que conservaré como oro en paño, con restos secos de ese azul potente cuya receta secreta se llevó la tumba.
Con ella se llevó también el cariño de tantos amigos y admiradores. “Lleva quien deja”, decía don AntonioMachado. Sofía no se fue de vacío porque nos ha dejado mucho. Y bueno. Descanse en paz.
En vísperas de su coronación, incapaz de atisbar la fragilidad de su inminente empleo, el futuro rey Felipe VI ya empieza a cometer errores garrafales. El principal es, sin duda, aceptar el cargo, ante Las Cortes civiles, vistiendo uniforme de gala de capitán general de los Ejércitos. Cuando los seres vivos (o las instituciones) cambian de piel es cuando más se nota su fragilidad.
Entendí que su padre vistiera de militar ante Las Cortes de Franco, en 1975 . Con el miedo que todos teníamos en el cuerpo, hasta lo celebré y lo aplaudí. Aquel Ejército de Franco tenía, entonces, la imagen de sostén de la Dictadura y, por tanto, de enemigo del pueblo. Sin embargo, al cabo de casi 40 años de democracia, el Ejército se ha ganado el afecto de los españoles. En las encuestas aparece como una de las instituciones más valoradas por los ciudadanos, por encima de los partidos políticos y de la propia monarquía. Ya no hay que temer a nuestro Ejército ni, por tanto, hacerle la pelota con uniformes de gala y condecoraciones propias de actos militares y no de actos civiles.
¿A qué viene, entonces, este gesto castrense tan inoportuno como innecesario e inamistoso?
¿Quiere el próximo rey chupar rueda de la popularidad que goza el Ejército o bien decir «aquí estoy yo» que soy útil por si hay otro golpe de Estado militar como el del 23-F?
¿Acaso no tiene el aún príncipe de Asturias quien le aconseje gestos sabios y prudentes, alejados del origen franquista-militar de la corona de su padre? ¿Quien le obliga a presentarse ante la soberanía popular vestido de capitán general? Su padre, que parece más pillo que él, debería aconsejarle que se presentara de civil ante Las Cortes. Para no asustar con malos recuerdos…
Ya no estamos en el 6 de diciembre de 1978. Entre dictadura militar o monarquía parlamentaria, los españoles elegimos entonces esta última. «A la fuerza ahorcan…» dicen en mi pueblo. Era como elegir entre susto o muerte. Y, sabia y prudentemente, con la libertad recién estrenada, elegimos susto. Y, la verdad, es que no nos ha ido tan mal en los casi 40 años que van desde la muerte del dictador. Gracias, eso sí, al espíritu de la Transición y a la complicidad y el empuje de la mayoría de los españoles.
No tengo confirmación (solo rumores) de que la IglesiaCatólica quiera también meter la pata ahora en la coronación del futuro Felipe VI con alguna misa, te deum, o cualquier otro «hocus pocus» o abracadabra mágico-religioso o poniendo, quizás, un crucifijo junto al texto de nuestra Carta Magna. Sería el colmo. En un Estado aconfesional como el nuestro, veríamos otra vez, el altar y el trono, juntos, llevándonos hacia atrás en el túnel del tiempo… ¿Qué pintan militares y curas en actos tan puramente civiles como es la jura del futuro monarca ante la Constitución y los representantes del pueblo español?
Estos errores inciales, por muy insignificantes que parezcan, no harán más que acelerar la llegada de la Tercera República. Si el futuro rey Felipe VI propiciara una reforma constitucional en toda regla y un referendum legal sobre monarquía o república lo ganaría con holgura. Estoy convencido de ello. Y tendría, a partir de entonces, toda la legitimidad que ahora le falta por el pecado franquista-original de su padre.
Cada año que pase, manteniéndose el status quo de desprestigio de la clase política, enquistada en el reino de la corrupción y la impunidad, el empleo del nuevo rey se irá haciendo más y más frágil. Y las esperanzas de cambio de los jóvenes se irán depositanto, sin prisa pero sin pausa, en los ideales siempre vivos de la Tercera República.
«El referéndum del 6 de diciembre de 1978 fue un acto de liquidación de las Leyes Fundamentales, pero no de legitimación de la Monarquía. Conllevaba la incorporación de la Monarquía a la fórmula de Gobierno que la Constitución establecía, pero no era esa incorporación lo que había sido objeto del debate constituyente y lo que específicamente se sometía a referéndum.
Esta es la razón por la que la Monarquía tiene una posición tan frágil en nuestro sistema político, como la reacción de pánico ante la abdicación del Rey ha puesto de manifiesto. Un órgano constitucional que no dispone de una legitimación democrática inequívoca está permanentemente amenazado de extinción. Y a una magistratura hereditaria, a estas alturas de la historia, la legitimación democrática solo puede proporcionársela un referéndum. La Transición como instancia legitimadora ha tenido una vigencia de 40 años, que no son pocos. Ya no da más de sí.»
Estoy de acuerdo con casi todo lo que dice. Pero no estoy de acuerdo con la afirmación de que la Transición ya no da más de sí. La Transición sigue viva y dará mucho más de sí porque está basada en el espíritu de diálogo, de consenso y de paz entre los españoles que tanta falta nos hizo durante siglos.
Nunca olvidaré el proyecto fabuloso del presidente Aldolfo Suárez cuando tenía que dar agua y, a la vez, cambiar las cañerías del Estado. Se resumía en esta frase, ya histórica: «De la Ley a la Ley, pasando por la Ley».
«De acuerdo con la Constitución española, el jefe del Estado puede destituir al jefe del Gobierno, disolver el Parlamento, convocar elecciones, nombrar un nuevo presidente del Gobierno, así como a los ministros que este proponga, presidir personalmente las reuniones del Consejo de Ministros, expedir los decretos gubernamentales, promulgar las leyes y, de acuerdo con el jefe del Gobierno nombrado por él, convocar referéndums sobre decisiones políticas de especial importancia. Se espera en general que el jefe del Estado use estas capacidades de acuerdo con los resultados electorales. Pero en una situación de emergencia —como sin duda es la española—, los poderes del jefe del Estado están para usarlos —como en el caso italiano— de acuerdo con la letra del texto legal.»
Así, legalmente, con ese mismo espíritu de la Transición, vendrá la Tercera República si el próximo Rey no espabila y no acierta al propiciar las reformas que su reino (el actual reino de la impunidad) necesita con urgencia.
Aunque soy republicano, no me importaría que acertara.
Acabo de brindar por el fin de la Transición. Y ya me arrepiento. La Transición de la Dictadura a la Democracia no ha concluido. Solo lo ha hecho el Primer Acto. Hoy comienza, cargado de esperanza, el día 1 del Segundo Acto.
Agradezco a Juan Carlos I los servicios prestados a la Democracia, en especial en el 23-F. Sin él y sin Adolfo Suarez la Transición hubiera sido más complicada o, quizás, imposible.. Suárez ha muerto y el Rey ha abdicado. Pero aún nos quedan el espíritu y los valores de la Transición: diálogo, consenso, generosidad y respeto al imperio de la Ley. Suárez nos legó una experiencia singular y única en la histora de España: «De la Ley a la Ley pasando por la Ley»
Juan Carlos gozó del apoyo y el afecto de muchos republicanos (como yo mismo) puesto que, pese a haber heredado los poderes del Dictador, apoyó los ideales democráticos de la República. Por eso merece mi gratitud sincera y, por eso, le perdonamos su pecado original como heredero del ominoso general Franco. La historia seguramente le dará un balance positivo. Sin embargo, en los últimos años, por los escándalos de corrupción que le rodean y por su mala cabeza, el Rey ha ido agotando el crédito que le dimos.
Le deseo suerte y salud para disfrutar de su jubilación. No le deseo el exilio ni a él ni a su familia. Le recomiendo la jardinería. A mi me va de maravilla. Mirad qué flores tengo en mi jardín:
Su jubilación nos abre una camino de esperanza para renovar el material obsoleto de nuestras instituciones: la Constitución, los partidos políticos, la justicia…
El 14 de abril del año pasado decidí descolgar la foto del Rey dedicada a mi hija Andrea y la bajé al sótano.
Estas fueron las razones que me llevaron alquel día a salir del armario republicano-juancarlista y abrazar, abiertamente y sin disimulo, los ideales de la República, que siempre llevé en mi corazón y que aprendí de mis padres. Creo que la deuda que muchos democratas teníamos con el Rey, por haber cedido al pueblo los poderes heredados de Franco, ha quedado suficientemente saldada. Se abre ahora una nueva etapa cargada de emoción y de posibilidades imensas para las generaciones venideras. No las desaprovechemos.
A fuerza de mirar hacia arriba, a los elefantes, al rey Juan Carlos se le puede caer la corona. Por su mala cabeza y la de su familia. Menos mal que el juez Castro imputó a la infanta Cristina. ¿Qué es peor: ser cómplice o tonta de remate?
El rey Juan Carlos posando ante un alefante abatido en Africa
Y Manuel Vicent dedica su columna dominical de El País al 14 de abril de 1931, el sueño republicano. Un artículo excelente que copio y pego a continuación:
14 de abril
El grave problema político que atraviesa la monarquía consiste en que no teniendo el rey ninguna responsabilidad política, tiene la obligación moral de no permitirse la más mínima quiebra
Manuel Vicent
(El País, 14 de abril de 2013)
“La corrupción de lo mejor es la peor, decían los latinos. Corruptio optimi pessima. Si se da por supuesto que lo mejor en el orden social es un rey, un príncipe, una infanta, los yernos y demás parentela, se entenderá por qué en la opinión pública causa tanta alarma, no exenta de morbo, cualquier escándalo que se derive de la Casa Real. En nuestra monarquía parlamentaria el rey no tiene ningún poder político. Solo ejerce el papel simbólico de cohesionar la unidad del Estado cuya jefatura ostenta. Precisamente por ser un símbolo, el rey no tiene otra responsabilidad que la de ser ejemplar, la de moverse dentro de una esfera platónica, limpia y transparente, que dé un sentido mágico a ese residuo histórico e irracional que es la monarquía. Los reyes están ligados al propio azar ovárico-seminal.
Dentro de esa granja dorada de reproducción en la que viven estos privilegiados individuos, la primera labor de un monarca consiste en engendrar un príncipe y sucesivos vástagos que aseguren el futuro de la dinastía a capricho de la genética. El grave problema político que atraviesa la monarquía en este país consiste en que no teniendo el rey ninguna responsabilidad política, tiene la obligación moral de no permitirse oficialmente la más mínima quiebra, puesto que una esfera, si no es perfecta, deja de ser esfera.
Cuando esta figura platónica, que simboliza el Estado, se corrompe, la ficción política se convierte en una farsa y todo el tinglado del teatro se derrumba. En nuestro caso existe otro peligro añadido. En medio de los escándalos de la Casa Real se eleva un fantasma luminoso, que se aparece cada año en primavera, como una flor de acacia.
Saludo al rey en el Patio de los Leones con mi hija Andrea a cuestas (1986)
Hoy es 14 de abril. Puede que la Segunda República, ahogada desde el principio por sus enemigos, fuera un desastre, pero todavía hoy constituye un paradigma de racionalidad, modernidad y regeneración idealista cuya fuerza estriba en que muchos ciudadanos sin haberla vivido la han convertido en un sueño. Monarquía o república no es todavía el dilema.Antes de cambiar de caballo en mitad del río turbulento de la crisis la opinión pública exige primero que se limpien las caballerizas del monarca para que la esfera del Estado sea un espejo en el que los ciudadanos se reflejen sin avergonzarse.” (FIN)
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Foto por foto. Con todas las emociones familiares (e históricas) contenidas en la fecha de hoy (“Salud y República“), debo reconocer que, por miedo o agradecimiento, me apunté en la lista de juancarlistas el 23 de febrero de 1981, cuando el rey utilizó su uniforme castrense para abortar el Golpe de Estado militar que amenazó con regresarnos a las cavernas de nuestra historia.
En aquel momento, hice un acto de fe en favor de esta monarquía parlamentaria. (Ya sabemos que recurrimos a la fe para creernos todo aquello que sabemos que no es verdad).
Pensamientos y petunias. (14 de abril de 2013).
Contra todo razonamiento, he procurado defender emocionalmente a esta monarquía hereditaria (“La razón de la sinrazón…”) que facilitó la transición liderada por Adolfo Suárez desde la Dictadura a laDemocracia y frenó el 23-F.
A medida que iba conociendo los escándalos de la realeza, el crédito emocional que yo había concedido al rey Juan Carlos se fue esfumando poco a poco. La razón, implacable, me pasó factura.
Hace hoy justamente un año -el 14 de abril de 2012- vi esta foto del cazador de elefantes y me di de baja de la lista de juancarlistas.
Ese día descolgué de la pared de mi casa una simpática foto que tenía con el rey y con mi hija Andrea en La Alhambra y la bajé al sótano.
En su lugar, voy a colgar esta foto tricolor, recién florecida, de mis “pensamientos”: “llevas sangre , llevas oro y, por tu penas, morada.”