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Todas las opiniones no son respetables

Mi admirado Fernando Savater cabalga de nuevo. Llevaba mucho tiempo callado o hablando  apenas de carreras de caballos y diversiones por el estilo. No se qué le pasa a este intelectual de cabecera. Desde hace muchos años, en realidad desde que dejó de tontear en favor de los nacionalismos, Savater ha sido un referente de opinión indispensable para muchos españoles.

Voltaire
Voltaire, autor del Tratado de la tolerancia.

Cuando ocurre algún transtorno importante, lo que resulta frecuente en nuestros días, como los crímenes de los yihadistas en Paris, busco su posición… Ultimamente, sin éxito. El filósofo autor de Ética para Amador (que leí con mis tres hijos) lleva algún tiempo escurriendo el bulto, sin comprometerse con la actualidad.

El intelectual que me hizo hurgar en el pensameinto de Voltaire o de Montaigne no dice ni pío. ¡Qué delicia aquella novela suya, «El jardín de las dudas», sobre las cartas entre una condesa española y el señor Voltaire a quien tanto odiaban mis frailes!

Pero hoy, en el suplemento Babelia de El País, con Voltaire en la portada, Fernando Savater vuelve a ser quien fue. Vuelve a escribir como si fuera libre. He leido y recortado su artículo, como hacía antes, y he decidido pegarlo a continuación para el archivo de este blog. Recomiendo su lectura.

Fobia a las fobias

Por Fernando Savater

(Babelia, El País, 17.01.15)

Empecemos por descartar un tópico bobo y falso: «Todas las opiniones son respetables». Pues no, ni mucho menos. Todas las personas deben ser respetadas, eso sí, sean cuales fueren sus opiniones. Si alguien sostiene que dos y dos son cinco, no por ello debe ser encarcelado, ni ejecutado en la plaza pública (tampoco recomendado como profesor de aritmética). Pero su opinión puede y debe ser refutada, rechazada y, si viene al caso, ridiculizada. Las opiniones o creencias no son propiedad intangible de cada cual, porque en cuanto se expresan pueden y deben ser discutidas (etimológicamente, zarandeadas como quien tira de un arbusto para comprobar la solidez de sus raíces). Todo el progreso intelectual humano viene de la discusión de opiniones santificadas por la costumbre o la superstición. En las democracias, el precio que pagamos por poder expresar sin tapujos nuestras opiniones y creencias es el riesgo de verlas puestas en solfa por otros. Nadie tiene derecho a decir que, quien lo hace, le «hiere» en su fe o en lo más íntimo. Hay que aceptar la diferencia entre nuestra integridad física o nuestras posesiones materiales y las ideas que profesamos. Quien no las comparte o las toma a chufla no nos está atacando como si nos apuñalase. Al contrario, al desmentirnos es guardián de nuestra cordura, porque nos obliga a distinguir entre lo que pensamos y lo que somos. Por lo demás, recordemos a Thomas Jefferson, cuando decía, más o menos, «si mi vecino no roba mi bolsa o quiebra mi pierna, me da igual que crea en un dios, en tres o en ninguno».

Se ha puesto de moda que quienes detestan ver sus opiniones ridiculizadas o discutidas lo atribuyan a una «fobia» contra ellos. Llamarla así es una forma de convertir cualquier animadversión, por razonada que esté, en una especie de enfermedad o plaga social. Pero, como queda dicho, la fobia consiste en perseguir con saña a personas, no en rechazar o zarandear creencias y costumbres. Lo curioso es que la apelación a las «fobias» es selectiva: no he oído hablar de «nazifobia» para descalificar a quienes detestamos a los nazis, ni de «lepenfobia» para los que no quieren manifestarse por París con Marine Le Pen y sus huestes (actitud por cierto que me parece más fóbica que democráticamente razonable). Pues bien, no es fobia antisemita oponerse a la política de Israel en Gaza, ni fobia anticatalana cuestionar las manipulaciones de los nacionalistas en Cataluña, ni fobia antivasca denunciar a ETA y sus servicios auxiliares. También sobran argumentos contra la teoría y práctica del islam, lo mismo que no faltan contra el catolicismo. Si no hubiera sido por los adversarios que no respetaron las creencias religiosas, seguiría habiendo aún sacrificios humanos. Los semilistillos que se encrespan si se invoca un «derecho a la blasfemia» quieren un Occidente sin Voltaire o Nietzsche y comprenden que se quemase a Giordano Bruno. Si un particular o una institución se sienten calumniados, insultados o difamados harán bien en acudir a defender su causa ante los tribunales. Pero, por favor, sin atribuir fobias a quienes les llevan la contraria, a modo de coraza que les dispense de argumentar.

Fernando Savater es filósofo y escritor. premios Nacional de Ensayo, Anagrama y Planeta.