“Muerto Franco, había que estrenar la libertad. Desconcierto grande. No había costumbre”. (Julio Cerón)
En vísperas del 40 aniversario de la Constitución de 1978, presentamos el libro “Los periodistas estábamos allí para contarlo”, escrito por 150 colegas, en la Asociación para la Defensa de los Valores de la Transición. Miguel Ángel Aguilar nos recordó que “la Democracia no nos tocó en una tómbola” y que “la Transición, que hicimos sin pasar la cuenta, fue difícil y peligrosa”.
En ese acto, yo compartía mesa y mantel con Nicolás Franco, sobrino del dictador, quien asentía y disfrutaba del debate. En ocasiones, me hacia confidencias, casi al oído, sobre anécdotas de aquellos años “que vivimos peligrosamente”. Siempre le estaré agradecido a Nicolás. Me ayudó a salvar el semanario Doblón, secuestrado por la policía franquista. Aquel día, tan difícil como esperanzador, su tío estaba de cuerpo presente y Nicolás facilitó que un escrito mío llegara manos del futuro Rey. En pocas horas, la policía retiró el precinto y nos permitió distribuir Doblón con la portada, tan ansiada, de “Ha muerto”.
Al repasar hoy las páginas del libro, con fotos de tantos amigos y colegas de hace 40 años, me dio un ataque de nostalgia.
“La nostalgia”, decía Ramón Gómez de la Serna, “es la sonrisa al trasluz”.Al repasar hoy las páginas del libro, con fotos de tantos amigos y colegas de hace 40 años, me dio un ataque de nostalgia. “La nostalgia”, decía Ramón Gómez de la Serna, “es la sonrisa al trasluz”.
Sin regodearme demasiado en los años de la Transición, que tuvimos el privilegio (y el miedo) de compartir, he comprobado una coincidencia en casi todos los autores del libro: los jóvenes apenas valoran la libertad que disfrutan hoy porque nunca les faltó. Con la libertad pasa como con el oxígeno: conoces y valoras su importancia solo cuando te falta.
He comprado tres ejemplares del libro, uno para cada uno de mis hijos.
Para mi archivo personal, voy a copiar y pegar aquí el capítulo que me tocó escribir y algunas páginas de la introducción que Rodrigo Vázquez Prada (le llamábamos cariñosamente “Vázquez Pravda”) ha escrito sobre aquellos años.
Abril y Guerra, parteros de la Constitución del 78
José A. Martínez Soler
A muchos jóvenes de hoy les cuesta entender el valor de la Transición. Nacieron con libertad y dan por hecho que la merecen, sin más, como si viniera gratis con la compra. Sin embargo, hay batallas que, al cabo de 40 años y en justicia, deben ser conocidas y reconocidas. En ellas participaron héroes anónimos, modestos, que no aparecen en la foto de los padres de la Constitución. No quisieron presumir de su papel, a mi juicio irremplazable, en la reconstrucción de la concordia nacional.
Percibí el primer aroma constitucional, en el verano de 1977, al término de una de aquellas “paellas de la Transición” que celebrábamos en mi casa con políticos españoles y periodistas extranjeros colegas de mi mujer, Ana Westley. Aquella tarde, Crisanto Plaza (del equipo de Adolfo Suárez) y Joaquín Leguina (del equipo de Felipe González) andaban enzarzados en un debate intenso en torno a una palabra que resultaría clave para nuestro futuro: las contrapartidas. Estaban de acuerdo en que no habría ajuste económico duro sin paz social y, sin ella, no sería viable el pacto constitucional. Ambos amigos procedían de la izquierda, pero uno trabajaba para el gobierno, a las órdenes de José Luis Leal, y el otro para el líder de la oposición. Así eran los puentes semi clandestinos, flexibles pero irrompibles, entre el centro derecha y el centro izquierda.
Aquella tarde, supe que José Luis Leal, Blas Calzada, Luis Ángel Rojo, Manuel Lagares y Enrique Fuentes Quintana ya estaban trabajando en las medidas concretas de ajuste económico, que serían inaceptables para los sindicatos y para la izquierda si los trabajadores no recibían algunas contrapartidas a cambio de la desaceleración salarial. Se trataba de tejer una doble transición, la política (cómo pasar pacíficamente de una Dictadura a una Democracia) y la económica y social (cómo pasar del tercer mundo al primer mundo). Esa película impresionante, una obra descomunal para mi generación, estaba pasando frente a mis ojos, a gran velocidad.
Un imparable círculo vicioso de inflación desbocada, alzas salariales, conflictividad laboral, etc., había sumido a la economía española en un agujero negro. Para puentear la primera gran crisis del petróleo, el bunker franquista intentó, sin éxito, comprar la paz social con inflación, subiendo salarios, mientras el dictador se acercaba al final de su vida. Había que esperar a lo que se llamó “el hecho biológico”. Nos encontrábamos, pues, con tres desequilibrios descomunales: una inflación del 26 %, con alzas salariales que apuntaban al 35 % y alta conflictividad social, unos tipos de interés del 20%, un enorme déficit exterior y un paro galopante (propio e importado con el regreso de emigrantes) que pasó de 300.000 en 1973 a cerca de un millón en 1977. Por no hablar del terrorismo de ETA y del “ruido de sables” de los militares franquistas.
Las famosas contrapartidas, que Crisanto Plaza llevaba garabateadas en un folio, y que había hecho llegar, no sé cómo, a Federico Ysart y a Fernando Abril Martorell, eran los pilares del futuro Estado del Bienestar: Educación, Sanidad, Pensiones, etc. Con 400.000 nuevas plazas escolares, la construcción de no sé cuantos hospitales, la subida de las pensiones, etc., los sindicatos aceptarían contener el alza salarial. Bajarían sus ingresos monetarios reales, pero recuperarían tal pérdida en especies para la educación de sus hijos, la salud de sus mayores, etc. Para poder cumplir tales promesas, con más gasto público, Francisco Fernández Marugán, mi colega del SUT (Servicio Universitario del Trabajo), ya estaba ayudando a José V. Sevilla, director de Tributos con el ministro Fernández Ordóñez, en la redacción de la reforma fiscal que comenzó a finales de 1977.
El ajuste monetario y fiscal fue tremendo. El pacto económico iba ligado a otro pacto: el político. Se derogó la censura de prensa, se estableció el delito de tortura, se despenalizó el adulterio, se disolvió el Movimiento Nacional de Franco, etc. El 25 de octubre de 1977, los representantes de la flamante soberanía popular, firmaron los Pactos de la Moncloa. Al cabo de un año, la inflación desbocada había pasado del 26 % al 16 % y la conflictividad social había descendido drásticamente. En efecto, aquellos pactos abrieron la senda que nos llevó un año más tarde, en paz social, a la Constitución de 1978. Los sindicatos acababan de salir de la clandestinidad y las patronales se estaban organizando. En ausencia de fuerzas sociales representativas (apenas hubo tiempo para celebrar elecciones sindicales ni patronales), los líderes políticos, elegidos por los españoles, tomaron la iniciativa.
La UGT y el PSOE eran los más reacios a firmar. Esos pactos darían oxigeno a Suárez, su adversario político. Con fina sagacidad, el vicepresidente político, Fernando Abril, logró convencer a Santiago Carrillo de que, sin esos pactos, sería muy difícil llegar al acuerdo constitucional imprescindible para consolidar la democracia. El acuerdo entre Abril y Carrillo hizo un sándwich, bastante comestible, con Felipe González en medio. Con los comunistas a favor del pacto, el líder socialista no podía quedarse fuera.
Gracias a mis amigos de Cambio 16 (Crisanto, Joaquín, José Luis y Blas) pude conocer, de primera mano, la cocina que hubo detrás de los Pactos de la Moncloa. Claro que no podía publicar nada de ello en El País. Mis fuentes eran confidenciales. Y gracias a ellos, oí hablar, por primera vez, con admiración y afecto, de Fernando Abril Martorell, un personaje notable que ejercería una valiosa influencia en mi posterior evolución personal, política y profesional. Unos meses más tarde, en febrero de 1978, Abril Martorell, nuevo vicepresidente económico, reforzó el equipo de José Luis Leal como secretario de Estado de Economía. Fue entonces cuando dejé el periodismo y me puse a trabajar para el gobierno de Adolfo Suarez, primero con el ministro de Hacienda y luego con el de Economía.
Mi mesa de trabajo estaba en Castellana, 3, en el último piso, un ático que llamábamos “el palomar”. Tuve entonces el privilegio de hablar y trabajar con mucha frecuencia con Abril Martorell en su despacho de la primera planta que fue del almirante Carrero Blanco. “Y de Azaña”, me corregía Fernando. Allí preparábamos el Programa Económico del gobierno que fue aprobado por Las Cortes. El vicepresidente Abril me premió con su amistad, con su magisterio y con algunas confidencias que me hicieron sentir que estaba en el lugar más relevante y en el momento más oportuno de mi historia personal y profesional. Abril tenía un aguante físico, hasta altas horas de la madrugada, muy superior al de sus interlocutores. Les agotaba. En ocasiones, ganaba batallas por puro cansancio del adversario.
En aquellas veladas interminables, en comedores reservados de “Jose Luis”, “El Escuadrón”, etc., se encontró, frente a frente, con otro político de su talla, bastante duro de roer: Alfonso Guerra, número 2 del PSOE. Ambos adversarios se convirtieron pronto en los desatascadores secretos de los conflictos más sensibles que frenaban el proceso constituyente. Dos pasos adelante y uno atrás, se convirtió en un hábito negociador. No tengo espacio aquí para entrar en detalles, pero sí para dejar constancia de mi convencimiento firme de que, sin las interminables conversaciones nocturnas entre Abril y Guerra, la Constitución hubiera sufrido atascos fatales y pasos atrás quizás irreversibles. Ellos fueron el Cánovas y el Sagasta de nuestro siglo.
Cada mañana, cargados de café y ojeras, Abril y Guerra comunicaban a sus respectivos jefes los acuerdos logrados la noche anterior. A continuación, Adolfo Suárez y Felipe González hacían lo propio con los redactores del proyecto constitucional de sus respectivos partidos. Así, los padres de la Constitución pudieron seguir, a trompicones, con su trabajo y coronarlo con éxito antes del referéndum del 6 de diciembre de 1978. Ese día adopté la bandera bicolor como propia y lo celebré con mi vecino, el coronel Lisarrague. Como Abril y Guerra, Lisarrague y yo éramos adversarios políticos que acabamos siendo amigos.
El día que murió Fernando Abril, 16 de febrero de 1998, acudí, desconsolado, al tanatorio madrileño de la M-30. Velando su cadáver, encontré allí a su amigo Alfonso Guerra, ex vicepresidente del Gobierno socialista. El parto constitucional fue, con nobleza y miedo, el crisol de su amistad, una prueba de fuego del consenso y de la concordia nacional. Hemos reconocido, con justicia, el papel de los padres de la Constitución. Están en la foto. Ya es hora, al cabo de 40 años, de reconocer, también públicamente, a Fernando Abril Martorell y a Alfonso Guerra su papel, imprescindible, como parteros de la Constitución del 78. Se lo merecen.
José A. Martínez Soler
Fundador de los diarios 20 minutos, El Sol y La Gaceta, del semanario Doblón y del informativo “Buenos Días” de TVE. Redactor-jefe fundador del semanario Cambio 16 y redactor jefe de Internacional y de Economía y Trabajo del diario El País. Director de los Telediarios y corresponsal de El Globo y RTVE en EE.UU. Doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense y diplomado por la Nieman Foundation for Journalism de la Universidad de Harvard (EE.UU). Autor de varios libros (“Los empresarios ante la crisis”, “Jaque a Polanco” y “Autopistas de la Información”). Profesor titular de Economía Aplicada de la Universidad de Almería. Posee la Medalla de Andalucía.
FIN.
Cualquier tiempo pasado… no siempre fue mejor.