Mi primera reacción al ver al joven líder socialista arropado por una inmensa bandera de España fue de repelús. Sentí un cierto sobresalto. Casi un escalofrío. Pensé en mi padre, socialista y teniente del Ejército de la II República, que se jugó la vida bajo la bandera tricolor.
Pedro Sánchez, lider del PSOE. (22-VI-15)
La segunda reacción fue más fría, cínica quizás: !Qué pillo y opotunista este Pedro Sánchez: gira hacia el centro y le quita símbolos (y votos) a la derecha!
Luego, fugazmente, me acordé de Santiago Carrillo con la bandera bicolor. Ya sin la gallina de Franco. Y de aquella noche en casa de Luis Solana, pergeñando un escudo que sustituyera al águila imperial de la ominosa Dictadura.
Nos gustara o no, cuando se aprobó la Constitución de 1978, la bandera de Carlos III, de la I República y de la Dictadura (sin águila) se convirtió legalmente, por voluntad popular, en la de todos los españoles.
No fue fácil. Hice de tripas corazón, compré un metro de tela bicolor y, el 6 de diciembre de aquel año, armado de valor y con el corazón partido entre el amor y el temor, la clavé en la puerta de mi casa. A la hora del aperitivo llamaron a mi puerta. Eran los vecinos de la parcela de atrás: el coronel Lisarrague (hermano de un profesor de Sociología que tuve en la Facultad) y su esposa.
-«¿Qué hace usted con mi bandera en su puerta?», me dijo el viejo coronel, sin ocultar cierto brillo cómplice en sus ojos.
Le repliqué, entre sonrisas:
-Hasta ayer ésta era su bandera y no la mía. Pero desde hoy es también la mía. Y deberíamos celebrarlo… mi coronel».
Pasaron a casa y, no sin emoción, tomamos juntos el aperitivo con nuestro primer brindis de la concordia.
A partir de entonces, hice esfuerzos para perderle el miedo a la bandera bicolor. Había sido la del enemigo durante los años de lucha antifranquista. Y aún era paseada por las calles de Madrid, con brabuconería -gallina incluida-, por los nostálgicos de la Dictadura.
Al año siguiente, al cruzar por Isaac Peral, en la Plaza de Cristo Rey, me vi sorprendido por una manifestación, pequeña pero ruidosa, de franquistas armados de banderas bicolores, aguilucho negro incluido. Otra vez volví a tener miedo antes semejantes símbolos. Miedo y rabia.
Trabajaba yo entonces a las órdenes de Fernando Abril Martorell, vicepresidente económico del Gobierno de Adolfo Suárez. Al despachar con él, le conté mi reacción ante el uso y abuso callejero de la bandera franquista, que ya era anticonstitucional. Le insistí en el daño que eso producía a la ansiada concordia en torno a un símbolo que debería ser querido y no temido por todos los españoles.
No dijo ni pío. Siguió fumando y paseando a grandes zancadas por aquel despacho de Castellana, 3, que había sido del almirante Carrero Blanco. («Y de don Manuel Azaña», solía añadir Abril Martorell, coautor de la Constitución del 78, maestro y amigo).
Unas semanas más tarde, en otra hora de despacho, el vicepresidente me entregó un ejemplar abierto del Boletín Oficial del Estado. Con el índice me señalaba un párrafo. Apuntaba nada menos que a un artículo por el que quedaba prohibido el uso público de símbolos anticonstitucionales, etc.
Fue un nuevo pequeño paso en la transición desde la guerra civil (que, para mi, habia terminado con la muerte del dictador en noviembre de 1975 precedida, dos meses antes, por sus últimos fusilamientos) hacia la paz y la concordia constitucional nacida el 6 de diciembre de 1978. (Pese a lo que dicen algunos libros de historia, la guerra civil no acabó en 1939 sino en 1975. En 1939 no empezó la paz sino la victoria, simbolizada por la bandera bicolor con el aguila imperial y por la de Falange.)
Debo reconocer que aún me impresionan las banderas bicolores, aunque, al segundo, digo para mi que ya no hay nada que temer. Que esos colores ya no son, de hace 37 años, los del enemigo sino los míos, los nuestros, los de todos. Afortunadamente, mis tres hijos han crecido viendo dos banderas juntas en casa: la de España y la de Estados Unidos. Con naturalidad, representando a sus dos culturas.
Pero sin olvidar los ideales y la historia familiar republicana. En lugar de honor, tenemos la tricolor, también constitucional, aprobada por los españoles en 1931. Lindos colores. En el salon y el jardín. Y en nuestro corazón.
Mis ideales son republicanos. Respeto la bandera bicolor actual, la que luce sin complejos Pedro Sánchez, porque es la que ha sido aceptada por los españoles y, por tanto, también es la mía y la de Rafa Nadal y la selección española de fútbol y baloncesto…
Pero los sueños son libres. Algún día, los españoles podremos decidir recuperar legal y pacíficamente la bandera tricolor que representará los ideales de la III República.
Desde muy niño, mi padre me la cantaba así: «…bandera republicana…llevas sangre, llevas oro, y, por tus penas, morada…».
Sin repasar las primeras películas del Oeste (rostros pálidos, buenos; pieles rojas, malos), apenas podremos comprender lo que pasa por la cabeza de los colonos israelíes y otros expansionistas judíos que matan sin piedad a cientos, miles, de niños palestinos.
Y aplauden, con sillas en primera fila de su «frontera móvil», los actuales bombardeos siniestros sobre Gaza.
Tampoco podremos comprender del todo lo que pasa por la cabeza de los gazatíes que, en 2001, celebraron por sus calles el hundimiento de las Torres Gemelas de Nueva York causado por terroristas islamistas de Al Qaeda.
¡Qué gritos de alegría no darían los colonos pioneros del Oeste norteamericanos tras la masacre de indios en Wounded Knee o qué fiesta no celebrarían los sioux que acabaron con el general Custer! —
Llevo días, semanas, pensando que si no escribo algo contra los crímenes cometidos por Israel en Gaza para qué quiero, a mi edad, tener un blog de desahogo personal. No voy a callarme precisamente ahora que, jubilado, casi puedo decir lo que pienso.
Si digo que tengo amigos judíos, musulmanes o gitanos, a los que quiero de corazón, algunos sospecharán que lo digo para encubrir que soy antisemita, antimusulmán o antigitano. De la misma forma, si digo que mi país favorito, después de España, es Estados Unidos, me tomarán por antiyanqui. Sin embargo, no soy antijudío ni antimusulmán ni antigitano ni, por supuesto, antiyanqui. Todo lo contrario.
Como Woody Allen, soy projudío y antisionista. También soy promusulmán y antiyihadista. Aunque les tachen de traidores, tengo la impresión de que solo los judíos antisionistas (como Hobsbawm) pueden criticar los crímenes de Israel. Pues yo voy a hacerlo libremente porque me siento medio judío (¿Soler?) y antisionista. Y enamorado de los Estados Unidos.
Las imágenes de niños palestinos masacrados, con tan flagrante desporporción, por las bombas israelíes, y que nos muestran la televisión y las redes sociales, son terroríficas, truculentas y desgarradoras. Mi primera reacción ha sido, como otras veces, refugiarme en la lectura de análisis sobre el conflicto palestino-israelí, en busca de alguna luz.
El origen y desarrollo del conflicto es complejo y tiene mil caras, como la propia realidad cervantina. ¿Son gigantes o molinos? Ya se que la realidad es poliédrica. Pero hoy me voy a fijar en una de sus caras: la que me resulta más perturbadora.
Según se mire este crimen contra la Humanidad, sobre todo si rascamos en nuestra piel, como hizo Lawrence de Arabia, ninguno de nosotros es inocente.
Sin pretensiones científicas, pretendo establecer una relación de semejanza entre la creación de Estados Unidos e Israel para tratar de describir, explicar y, si fuera posible, predecir lo relativo a un aspecto -solo uno- de este complejo asunto: el «pueblo elegido», la «tierra prometida», los pioneros de la «frontera móvil» (go West) y la doctrina del «destino manifiesto» de ambas naciones.
Según la BBC, el gobierno de EE.UU. sabe que «una parte importante de la población simpatiza con Israel. Una encuesta de esta semana, realizada por el Centro de Investigación Pew, reveló que el 40% de los estadounidenses considera que Hamas es el culpable de la violencia actual en Gaza, mientras el 19% cree que es Israel. Además, el 25% opina que Israel se ha excedido en su respuesta al conflicto, mientras el 35% asegura que ha sido adecuada.»
¿Por qué piensa así una parte tan importante, aunque decreciente, de los estadounidenses?. Muchos se han identificado con Israel a través de la leyenda «heróica» de la conquista del Oeste por sus antepasados. Como consecuencia de ello, y por otras razones estratégicas y económicas, EE.UU. apoya incondicionalmente con armas y dólares al gobierno de Israel.
Permitidme que me remonte a mediados del siglo XIX. Las tesis de los sionistas, pioneros judíos, colonos y fanáticos religiosos partidarios de la guerra parecen seguir anclados en el siglo XIX. No se han enterado de que el mundo ha cambiado. Curiosamente, en 1948 nace el nuevo Estado de Israel justo un año después del fin del colonialismo británico en India. Van con el paso cambiado.
A mediados del siglo XX, la Humanidad ha hecho algunos progresos para acabar con el colonialismo y combatir el racismo, el machismo y la xenofobia. Los ejemplos de Gandi, Martin Luther King y Nelson Mandela, así como los movimientos de liberación anticolonial, los derechos humanos y el Tribunal Penal Internacional, que juzga los crímenes contra la Humanidad, son ya un legado (¿irreversible?) del siglo XX. Además, las ONG nos muestran a los «nativos» como personas y no como «salvajes».
Con la mentalidad imperialista y expansionista, propia del siglo XIX, los colonos israelíes siguen ocupando ilegalmente las tierras de los nativos palestinos, como si aún vivieran en aquella era colonial cuando los europeos masacraban sin piedad a negros, indios o asiáticos.
El periodista John O´Sullivan publicó en Democratic Review de Nueva York (1845) un artículo sobre el «destino manifiesto» de Estados Unidos como pueblo elegido por Dios para extenderse «….por todo el continente que nos ha sido asignado por la Divina Providencia, para el desarrollo del gran experimento de libertad y autogobierno. Es un derecho como el que tiene un árbol de obtener el aire y la tierra necesarios para el desarrollo pleno de sus capacidades y el crecimiento que tiene como destino.»
Recuerdo lecturas de sionistas del siglo XX que trataban de colonizar Palestina y establecer allí el Estado de Israel como progresistas, socialistas y laicos, llevando los ideales democráticos modernos de Occidente a las «tribus» medievales (¿bárbaras?, ¿salvajes?) del mundo árabe.
La mala conciencia de los europeos por el Holocausto judío de los nazis (de los españoles no diré nada, pues ahí está la Inquisición) permitió el nacimiento en 1948 del nuevo Estado de Israel en tierras palestinas. Y tuvo la bendición de la ONU y la simpatía de muchos europeos y de casi todos los norteamericanos. A mi me gustaban entonces (amigo Abraham, amigo Maimónides) las historias de los kibutz y de la convivencia casi pacífica entre palestinos y judíos.
Estados Unidos(la verdadera tierra de promisión para este pueblo elegido, según el genial Manuel Vicent) apenas ayudó al incipiente Estado de Israel. Hasta que, a principios de los 70, las siete hermanas petroleras vieron las orejas al lobo, estalló la guerra de los seis dias y la subida brusca del precio petróleo (y de otras materias primas) sumió a Occidente en la primera gran crisis económica desde que acabó la II Guerra Mundial.
A partir de ahí, creció el apoyo masivo de EE.UU. a Israel. En esas fechas, creció también el movimiento contra la invasión norteamericana de Vietnam («haz el amor, no la guerra»). En 1970 se filmaron dos películas pioneras revisionistas de la leyenda del Wild West (Oeste Salvaje): Soldado azul y Pequeño gran hombre. En ellas, los indios parecían seres humanos e, incluso, víctimas de genocidio. No eran exclusivamente tribus salvajes que cortaban cabelleras a los colonos del Oeste y quemaban sus cosechas. ¡Qué lejos queda todo aquello!
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Hace unos días, Peter Beinart publicó un artículo en el diario israelí Haaretz (31 de julio 2014) en el que dice que «Israel está perdiendo el apoyo de quienes apoyaron a Obama (jóvenes, minorías y progresistas e, incluso, jóvenes judíos que antes eran progresistas excepto en el tema de Israel)». «A medida que América se va haciendo menos nacionalista, menos belicista y menos religiosa, tendrá menos empatía con un Israel que se define exactamente por estas características».
Algunos artículos de Beinart han conmocionado a buena parte de la comunidad judía más progresista/humanista de los Estados Unidos. Básicamente dice que ser judío no significa apoyar incondicionalmente a Israel y que si hay que elegir entre ser progresista/humanista y ser judío, muchos elegirán lo primero. Según él, «ya mismo, Israel ha perdido a John Stewart, el portavoz mas influyente de los jóvenes progresistas normeamericanos». John Stewartes productor de TV de origen judío y presentador de un programa satírico de noticias (The Daily Show) de gran éxito en Estados Unidos.
Israel incumple hoy sistemáticamente todas las resoluciones condenatorias de la ONU, el articulo 49 de la Convención de Ginebra y los acuerdos de paz. Lo mismo hizo Estados Unidos: incumplió en el siglo XIX, uno tras otro, todos los tratrados de paz con las tribus indias que los colonos y el Ejército iban sistemáticamente diezmando y confinando en reservas. (Hoy son practicamente reductos para aficionados al casino).
Los colonos que, apoyados por uno de los ejércitos más potentes del mundo, avanzan desde Israel hacia el Oeste palestino (rifles, misiles y tanques contra piedras y cohetes primitivos) se sorprenden de las manifestaciones críticas en Europa y EE.UU. (incluso dentro de Israel) contra lo que ellos consideran su «derecho a defenderse». No hacen algo distinto de lo que hicieron (un siglo antes) los británicos en India (antes de Gandi), o los norteamericanos con los indios o los holandeses en Suráfrica (antes de Nelson Mandela) o, desde el siglo XVI, los españoles en América (antes del padre Bartolomé de las Casas) …
Los colonos judíos dicen que «se defienden» de los ataques de las tribus nativas. Eso mismo hacían los cowboys y granjeros del Oeste americano (europeos que huían del hambre o la persecución religiosa) contra los indios salvajes.
Si los indios cortaban la cabellera a un blanco, los colonos y el Ejército mataban a toda una tribu. Para ello, también pactaban con otras tribus vecinas y/o enemigas (¿Arabia Saudita, Egipto...?).
Desde luego, las imágenes tremendas de los yihadistas de Al Qaeda, degollando a occidentales o disidentes nativos con sus alfanjes medievales, ante las cámaras, no ayudan precisamente a la causa palestina. Los yihadistas siguen en la Edad Media.
Mal que les pese a los colonos extremistas judíos, tampoco estamos en el siglo XIX. Las ONG, que conviven con los indígenas,denuncian hoy los abusos y crímenes en TV y redes sociales como antes hacían, tímidamente y sin medios, los misioneros europeos en el Tercer Mundo.
Como corresponsal de TVE, en agosto de 1995, tuve el privilegio de cubrir la firma del Acuerdo de Paz entre Isaac Rabin y Yaser Arafat en la Casa Blaca, en presencia del presidente Bill Clinton. Aún lo recuerdo con emoción.
El mundo entero lo celebró como una oportunidad extraordinaria para la paz, después de 40 años de guerra entre judios y palestinos y siglos de enemistad, de dimensiones bíblicas, entre hebreos y filisteos. (En árabe no existe el sonido de la «P«. Unas veces se sustituye por el de la «B» -Babá en lugar de Papá- y otras por el de la F –Filistina por Palestina.)
Apenas dos meses después (4-XI-95), un fanático extremista judío asesinó a Isaac Rabin. YaserArafat murió más tarde envenado, según su viuda, por polonio radiactivo.
Y la guerra -tan desigual y tan escandalosamente desproporcionada como fue la de los colonos contra los indios- siguió su curso…
Con el paso de siglos y milenios, el gigante Goliat es hoy el poderoso Ejército de Israel y los pequeños David, con sus impotentes tirachinas de corto alcance,mueren masacrados en las escuelas que la ONU mantiene en Gaza. Por cada bombardeo israelí brotan nuevos yihadistas, llenos de odio y deseos de venganza contra los «cruzados» de Israel, y, por extensión, contra Occidente. Aún hay fanáticos islamistas anclados en las Cruzadas de los siglos XI y XII y otros nostálgicos que reclaman la reconquista de Al Andalus.
Francia y Alemania pasaron de ser enemigos milenarios, con millones de muertos a cuestas, a ser socios pacíficos en la Unión Europea. Sueño con un Mercado Común en Oriente Medio que de paso, algún día, a una paz duradera entre Israel y Palestina y, quizás, a la Unión Arabe-Israelí en Oriente Medio.
Aunque Obama no ha cambiado la posición de EE.UU sobre Israel, sus votantes sí lo han hecho durante esta guerra. Según Peter Beinart, la mayoría de los norteamericanos defiende a Israel y culpa a Hamas, pero entre los grupos demográficos que apoyaron a Obama es al revés:
1) Los mayores de 60 años apoyan a Israel con un margen de 24 puntos. Los menores de 30 años se oponen con un margen de 26 puntos.
2) Los grupos étnicos y minorías se oponen a Israel con un margen de 24 puntos, mientras que los blancos apoyan a Israel con un margen de 16 puntos.
3) Progresistas. Según el Centro de Investigación Pew, un 54 % de los conservadores acusan a Hamas de esta guerra y apoyan a Israel. Entre los progresistas hay empate.
Por eso mismo digo, sin pecar de optimisa, que la evolución imparable de los jóvenes progresistas de los Estados Unidos, incluidos los judíos humanistas/progresistas que cita Peter Beinart en el diario Haaratz, hará posible ese sueño.
También recomiendo la lectura de este artículo del NYT de un ex ministro palestino. Muy bueno. Pide el fin al colonialismo (de los poquísimos que quedan) y describe cómo el colonialismo convierte a los colonialistas en racistas y exterminadores de los subyugados incómodos.